martes, 3 de abril de 2018

Rionegro, Antioquia: una estación ubicada en el silencio

Pintura: Amy Bennett



Si los pueblos son espejos, yo veo una calavera y por su mirada hueca se pasean las serpientes, no me atacan, solo responden a mis preguntas, mientras devoran a las aves. Y no es una visión soñolienta o difusa, producida por el terrible frío glacial que azota y consume a las noches sin voz, que enclaustran al municipio por completo, como en una jaula sepulcral; no es porque la justicia encuentre cuerpos de jóvenes pudriéndose en quebradas y fangos insolubles, que desembocan siempre en el río Negro; qué buen nombre se escogió entonces desde la mente de nuestros próceres, que profetizaron que sería un horrible cementerio de agua e ironía, más ironía que agua, más muerte que vida, más oscuridad que luz. No es porque después de las diez de la noche, la gente diga a sus hijos que se está pagando escondrijo. No es porque los policías digan a las víctimas de robos y hazañas de la delincuencia, que ni ellos mismos creen en los poderes de la fiscalía, y que los bandidos anden cómodamente por los barrios, listos a su próxima proeza. No es porque el agua tenga características impotables y sea un ajedrez entre empresas siniestras, que se disputan un elemento público y vital. No es porque el miedo sea una inyección general, a la cual todos parecen acceder a ciegas, por los terribles hábitos de la costumbre, que se capitalizan de generación en generación, infinitamente. No es porque un barbero me dijo que matar a alguien aquí y evadir a la justicia, era más fácil que recortarme las puntas de la barba. No es porque el parque sigue siendo un nido de alcohólicos, que de tanto caminar por las mismas calles desiertas, dejaron de ser anónimos, y se puede decir que ahora son hasta célebres, vacíos de humanidad escogen morir hasta el otro día, a la par de los helados cascos del caballo de José María Córdova. Hay uno de ellos que me causa una especial melancolía, porque parece nunca cansarse, siempre lo veo con un perro furioso que tal vez insinua protejerlo, la nariz la tiene destruída quizás por el uso de extrañas sustancias, o por un golpe seco al desplomarse ebrio de cara al piso. Siempre buscando el cielo con la mirada clavada en el suelo, quemado por la inclemente luz del Sol. Se multiplican, durmen en cajeros, al lado de hoteles tienden sus delgados colchones, se recuestan en las rejillas de los restaurantes vacíos y cerrados. Los celadores con un cigarro colgando de sus labios, piden sus autográfos con un buen bolillazo entre las piernas, o apagando la colilla en sus frentes, llenas de grasa y el sudor seco del sufrimiento. No es porque abunden los perros carentes de carne y llenos de costillas y pronunciadas vértebras, desolados por el hambre, batiéndose entre la vida y la muerte al borde de las panaderías repletas de orgullosos panes. No es porque las gentes no puedan andar de dos en dos por algunas calles, sencillamente porque no caben, siempre son necesarias las filas indias. No es porque las motos y los carros atropellen a los transeúntes con la excusa de que estos van por la calle, y sigan como si nada, porque aunque todos hayan visto, ellos están seguros que nadie dirá absolutamente nada. No es porque aquí, el que diga la verdad está condenado a estar al márgen de los abundantes círculos de mentiras, que se gestan sin control por doquier; veo sus ojos entre la bruma y les brillan como hambrientos lobos parlanchines, una babasa ardiente se destila entre sus ocicos y en ella misma desaparecen. No es porque un hombre escribe en compañía de las palomas, las ventanas y envejecidos documentos históricos,  solitario al fondo de un salón repleto de sillas, cosas que nunca publicaría porque después de lo que ha visto, prefiere quedarse callado y dedicarse a la reporducción de sus libros más sensatos. No es porque ayer le pregunté a un amigo que ya hace treinta años vive aquí, mis constantes quejas para con esta tierra de rarísimo comportamiento, y lo único que me dice es que quiere irse, perderse, olvidarse de que alguna vez vivió aquí, y remata con que siempre se ha sentido extranjero. No es porque todos parecen estar disfrazados de fantasmas, los traspaso, sus palabras de aliento siempre me son vanas, se evaporan, yacen en los parajes más remotos de mi memoria, porque no son obra de la sinceridad de sus almas. La desesperación se respira en el aire, se ha convertido en un síndrome y lo peor es que lo han puesto de moda. Todos están enfermos de angustia, paralizados, robóticos o muertos en vida. La atmósfera tremúla quema la piel, como un vampiro huyo siempre a mi cueva, y gestiono mi propio mundo, dejo estos analísis para otros y los tiro a los cocodrilos de la negligencia. He conocido una reducida legión de hombres y mujeres, que habitando aquí, hemos decidido sincronizadamente, suscribirnos a ese método de la fantasía, a esa forma del olvido. Y es ahí, desde ese pasadizo secreto del que pocos conocemos la clave de acceso, desde donde puedo decirles las razones por las que Rionegro, si tiene el inminente rostro de la muerte, que aunque tarde o temprano tendremos que enfrentarlo por igual todos, aquí se le hacen constantes ovaciones, bailamos con ella cada noche, la sentimos subir la escalera de nuestros hogares. Se multiplica en espiral en todos los espejos, se refleja en los charcos de la lluvia abrileña, brilla en el retrovisor de los lentos buses, conversa con los árboles que ya han sido dormidos por su magia sobre el cemento. Tiene el rostro que tiene, por una razón, y esa razón son todas las anteriores cosas dichas, que se ensamblan lógicamente, juntas, en una sola y total verdad: somos presos del silencio. Aquí desde mi trinchera, puedo siempre decirles lo que pasa, aunque algunos de ustedes quieran que mienta, aunque algunos de ustedes desean que nunca más escriba. Verdad que en un principio intenté negar, porque aquí lo que gustan son las mentiras, los trebejos, los a medias, los casi pero no, los silencios, las absurdas treguas, los desgraciados códices, el dado sin números, la ardiente duda, los caminos que se empinan, los espejos empañados, el eco de la nada que se pierde en el indescifrable laberinto de una soledad que late, desde el centro mismo de un municipio amañado a las circuntancias. Termino este íntimo manifiesto con unos versos del poeta Goethe, que me recuerdan siempre que los leo, que pase lo que pase, hay que seguir adelante: 

¡A través de la lluvia, de la nieve,
A través de la tempestad voy!
Entre las cuevas centelleantes,
Sobre las brumosas olas voy,
¡Siempre adelante, siempre!
La paz, el descanso, han volado.
Rápido entre la tristeza
Deseo ser masacrado,
Que toda la simpleza
Sostenida en la vida
Sea la adicción de un anhelo,
Donde el corazón siente por el corazón,
Pareciendo que ambos arden,
Pareciendo que ambos sienten.
¿Cómo voy a volar?
¡Vanos fueron todos los enfrentamientos!
Brillante corona de la vida,
Turbulenta dicha…
¡Amor, tu eres esto!

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Entrada destacada

Lo que no es de nadie [POEMA]

Pintura: Albert Bierdstat Soy la tarde azul que marea al mundo el silencioso lago que con sospechas renuncia al tiempo que lo c...