lunes, 5 de febrero de 2018

Adiós lo que es de Dios


Fotografía: Sing Tahmpthon


La libertad se había fragmentado como un meteorito en degradación, se había dividido, despedazado y distribuido en dos mujeres que solo tenían una cosa en común: carecer de destino. Este hecho las había engendrado al unísono, y por eso ambas eran mellizas de libertades absolutas e incomprensibles limitaciones oscuras, las mismas que trae consigo el extraño síndrome de la verdad; con sus labios y sus lenguas bendecían a los ignorantes, y éstos iban a dormir plácidos a sus tumbas, para nunca jamás volver a ser recordados. Sus días y sus noches eran norias y pirámides giratorias, cautiverios improvisados en medio de la angustia de estar existiendo; envueltas en fuegos diluidos que los pasmados curiosos, se detenían a mirar con el iluso deseo de aprisionarlas en el tarro de su vacía alma, como si fuesen luciérnagas prófugas de los mundos de la luz. Las confundían con el clamor de las estrellas errantes que, cuando están a punto de fulminarse a sí mismas, por la horrible gravedad e incomprensión del universo, lanzan líneas de luz etérea en todas las direcciones posibles, como gritando la contraseña de un sufrimiento bendito y sacro. Habían olvidado a sus familias, secuestrado sus recuerdos y maniatado su pasado, encerraron a su ángel de la guarda y con un hacha de oxidados colores, doblaron la madera de la puerta que contenía a todos sus demonios; estas azufradas multitudes se hicieron amigas y comenzaron a llenarse de un polvo blanco las narices, fue entonces cuando los cuervos empezaron a posarse sobre sus hombros, justo cuando el Sol se escondía tras las montañas y tras la tarde. Los ojos dilatados, goteaban sangre sobre los alargados picos. Ahora las tinieblas eran su modus-operandi, encantadas escribían una nueva fábula cada noche, en donde no existían las moralejas. Día a día se exorcizaban a sí mimas, en los solitarios parques en donde contemplan las  estatuas cansadas, poseídas por el maniático poder de la luna, o el rojo líquido que destilan las nubes en las tardes, como si Dios estuviera herido. Su ceguera ahora se había vuelto espiritual, negaban que cualquier cosa pudiera ser superior a ellas, porque tampoco nada podía ser lo suficientemente inferior; escribían frases en sus labios que después leían en paredes grises, frases ejecutadas por ensimismados seres encapuchados por el rumor de una gorra y un buso gigante. Y en ese nuevo mundo de sombras e incertidumbres escritas, aparecen todavía sus siluetas: tentativas, fugaces, vaporosas, y poco a poco la salida se gestaba en el pasillo de un manicomio continental. Quien tuviera la vanidad de tocar y palpar estas amapolas venenosas, era incinerado o moría ahogado por la incontenible belleza que destila el perfume del caos. Ambas jugaban como duendes, volaban como abejas ostentando su terrible aguijón plateado, tenían en su sangre la maldición eterna de las brujas, selladas por la melancolía de haber nacido. Y con un ritual de orgullo, encendían cigarrillos de marihuana que les ponía el hipotálamo en modo experto, para poder jugar con sus exclusivos fantasmas. Enamoraban hombres como si se tratara de deshojar pálidas margaritas, e inyectaban venenos y mordían cuellos para después perderse en las brumas humeantes del olvido o del desconcierto. Carecían de metas, odiaban los relojes porque sentían que las agujas de los mismos, machaban sus deseos. Sus sueños eran armaduras con las que salían al mundo sin el temor de ser heridas, traspasadas por la flecha incendiada de la sociedad. Ambas tenían una única y remota cicatriz de similar circunferencia, sobre la piel curtida por la falta de Sol: la huella del abandono. Dios las había olvidado, pero su sombra las había abrazado, acogido, alimentado, comprendido bajo el juramento de la eternidad. Ambas le habían dicho adiós a los Dioses. 

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