domingo, 15 de abril de 2018

Las leyes del pasado: los juicios finales


El pasado se ha convertido en una constante social, invariable e irreversible, en otro de los crueles instrumentos con que opera el destino. Toda sociedad, es precisamente social por su pasado, y el uso que del mismo hace; el ayer nos une, nos identifica, nos brinda una causa, positiva o negativa, lastimosamente nunca neutra. Podemos tomar el ejemplo de la religión, el ejemplo de los días que se celebran en el transcurso del año, e incluso, podemos tomar el repugnante ejemplo de las herencias políticas. El sistema siempre estará iluminado por la oscura luz del tiempo, que todo lo consume, que todo lo renueva, que revisa los átomos y los reviste de sombras, o se apiada de ellos y los resucita desde los huesos de la tumba, los integra de arena y de eternidad, los derrama en triángulos de estrellas por el cosmos y así, permean toda la creación absoluta, llenándola de galaxias de dolor, de vicio y de desconcierto, y quien se entera de esto, emprende una odisea temeraria contra sí mismo y contra su destino humano; usualmente estos valientes mueren sollozando en extensos desiertos, o ahogados en mares profundos e infalibles. El esqueleto del universo es el tiempo, cada número equivale a una vértebra. Todo hombre, importante o desconocido, es humano en la medida que su pasado lo recuerda, y cada temerario fractura esa columna. El pasado también nos piensa, nos reflexiona, hay que aclararlo, nos rememora, nos revive continuamente, nunca es al contrario, como lo creíamos o como lo creemos, y como lo podemos seguir creyendo, pues es cierto que el ignorante es más feliz que el angustiado sabio que yace al fondo de las bibliotecas, consumido por su soledad. El humano no tiene control ni siquiera de sus absurdos recuerdos, somos marionetas sujetadas por temblorosos esqueletos, que desean con vehemencia volver a cobrar vida, ciegos por sus deseos, ciegos por sus apegos, ciegos por el vaporoso sueño al que pertenecen, y ese sueño no es otro que su pasado. Y es en ese proceso de la remembranza atroz, donde nos enteramos que los fantasmas que creíamos olvidados, todavía viven en las entrañas del exilio y de la memoria, en las que sentimos estar caminando sobre envolventes llamas, y que ellos, al igual que nosotros, han creado su propio almanaque, han reconfigurado su propia memoria. Pues amplia es el alma y amplia su capacidad de sufrir. El sufrimiento es el ecosistema perfecto, para que esos seres vaporosos y abstractos, habiten, pululen, y se desarrollen sin medida ni cálculo de ninguna clase. Crean dentro de nosotros mismos sus banderas, ondeadas con el frío suspiro de la muerte,  que late como un silbido en el fondo mismo de nuestra voz. Crean sus sociedades, con sus propias economías arbitrarias: su moneda es el incesante intercambio de lágrimas, el trueque seco de dolor por dolor, de angustia por angustia. No condenan la avaricia, la premian, castigando la austeridad y la benevolencia; han invertido las sombras a la venerable posición de la luz, los ilumina el lado oscuro de la luna, que se despega de la mitad plateada que se regalan los enamorados, para fusionarse con el cementerio de silencio y vacío que se vertebra a través del cosmos. Es así, como se apoderan de nosotros en cada insomnio, esas sedientas entidades que en el trance onírico, toman la forma de una serpiente, de un león o de un dragón gigantesco que escupe fuego. Se podría decir también, que quien aborrece la luz del día, es porque ha sido consumido por una revolución interna, gestada por sus fantasmas errantes, que con los escudos de la nostalgia, se pasean sin limitaciones por los recovecos de las neuronas, emprenden una batalla inhumana contra el olvido, se niegan a ser exhortados del corazón mismo del hombre, sollozan y gritan que ese es su hogar, único e intransferible, porque de alguna manera ellos también lo han construido, pulido, rediseñado. Y utilizan los sueños como puente para clavar su lanza y encajarla mortalmente. Lo único que nos libera de esas temibles hordas, es el proceso que se ha titulado con el absurdo nombre de la "iluminación". Absurdo, porque al igual que la palabra "Dios", es pretenciosa, quiere encerrar un concepto que ya de por sí, canta el himno de la libertad, y ese himno es de fuego y quema todas las jaulas, incinera todas las barreras y derriba todas las puertas. Resulta curioso, por lo menos, apuntar que un ser que ha sido iluminado, es precisamente porque se ha enfrentado a su oscuridad, y un fuego o un ánfora de eléctricas chispas, lo transforma en un valiente guerrero, vigilante del instante, presente en el aquí y el ahora. Este terrible mensaje estaba anunciado desde la cúbica cruz, en la que se desangraba de dolor un nazareno: INRI (IGNIS NATURA RENOVATUM INTEGRAM) que traducido a nuestro generoso idioma, equivaldría a decir: "El fuego renueva incesantemente la naturaleza". El pasado es un error, el presente un acierto, y el futuro un regalo que constantemente se desvanece. 

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