miércoles, 12 de abril de 2017

El índice de la tontería



Quiero ser escritor porque el mundo me incomoda lo suficiente, bastantes heridas que se traducen también en suficiente tinta para escribir un nuevo testamento; soy un afortunado cómplice de la desgracia y un labrador de caminos empinados. Quiero ser escritor porque veo pasar a la gente y siento la descarga eléctrica de todas sus alegrías y la lágrima salada que cuelga sobre sus ojeras y nunca se derrama. Siento la pena fundamental que ellos sienten hacia todas sus obligaciones, y fabrico casitas de madera bruñida en sus sarpullidos emocionales y sus desventuras cotidianas;  no hay ventanas ni puertas en esas casitas que el tiempo proteje, entonces resulta que hay que dormirse en el techo viendo arder los mundos en la cobardía de la distancia. El reloj como un microondas suena y dice que una estrella ya está lista para ser masticada. Y todas estas emociones se acurrucan en las yemas de mis dedos y empiezo a temblar y los otros creen que estoy bailando. Quiero ser escritor porque todas las obras que emprendo me llevan a la misma conclusión post mortem: detesto demasiado al mundo y escribir sobre él es lo único que me hace amarlo. O por lo menos creer que lo amo; creer que puedo sentir algo nuevo, por mínimo que sea, pero sentir algo distinto a este odio universal que me moja las entrañas y me reseca el alma si es que existe, o si es que poseo una. Creer que puedo volar y ver algo, qué iluso, creer que puedo caer y levantarme, demasiado realista; creer y hacer esto último con la dignidad suficiente para seguir llorando. El mar se siente amenazado con toda mi tristeza, lo escribió una ola sobre una roca incrustada en la playa. Detesto tanto todo que mi oficio de odio profesional y desprecio a sueldo, se convierte en un trabajo de amor incansable. Soy en mí forma de ver, un trabajador del amor y he logrado encontrar el equilibrio apocalíptico entre la lagrima y la sonrisa, y mi laboratorio es el abecedario y mi experimento es la carcajada que produce sin piedad, el dolor de un clavo sobre la palma de la mano de un personaje que no es otro que yo mismo. Estoy pálido de tanto donarles sangre y ustedes siguen como si nada y pasan de largo en vez de gritarme: ¡Resucita!. He combinado todos los metales con todas las tierras y el Sol no sale cuando yo estoy obrando porque conoce muy bien el problema que le reclamaría la Luna en un eclipse. Ambos saben bien, que yo en un poema de defensa derribaría todas las estrellas para que declaran como testigos presenciales, que soy tan inocente como el mosco que persigue la luz que le quemará las alas. Alguien se sienta atrás mío y me pregunta qué estoy escribiendo, menciona que soy un genio y le doy una bofetada. Vuelve a su asiento y aplaude como una foca. Al frente de mi escritorio y de mi ventana, alguien compra el pan, un mendigo pasa y agacha la mirada y se babea los labios. Dos universitarios corren de la lluvia aunque tienen sombrillas enormes y pisan al mendigo, y el mendigo suena como un piano en una presentación de Calyderman. El pobre harapiento, abre la boca para recibir agua y entonces escampa; una gota que logró absorber lo dejó con más sed de la que tenía en un principio. Todos los transeúntes paran y se ríen y el trafico para todos los carros porque él también se quiere reír. Dios guarda silencio y yo sigo escribiendo mientras se acerca como en la pintura de Miguel Ángel, pero esta vez me pone el dedo índice sobre los labios: Shhh...

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