miércoles, 3 de enero de 2018

Los fantasmas de la rutina


El reloj de cobre que descansaba sobre el raído libro de Bukowski, se había pronunciado con autoridad fatal: era hora de comenzar el día. Las máscaras que colgaban del perchero, estaban más sombrías que de costumbre, y antes de tomar la de la sonrisa desdibujada, una lágrima le dijo que el día de hoy debía salir desnuda. Tomó sus libros, separados por hojas secas recogidas debajo de los árboles, esclavizados por el anaranjado brillo del otoño, con las que solía señalar sus capítulos favoritos o inconclusos, agarró también un esfero masticado por la ansiedad, en donde había tatuado su mordida múltiples veces, retiró el gancho de un suéter curtido por el indiscriminado uso del jabón, que incluso le quedaba pequeño, y acto seguido se dignó a salir a la calle, invadida por el silencio que transitaba las vías como un vagabundo en busca de alimento. Se separó del dolor e introdujo un chicle azul en su boca, que al perder completamente su sabor, la enteró de que hoy había decidido ser era ella misma. Todo el mundo parecía haberse vuelto invisible y etéreo, los carros muertos y vacíos al borde de las calles, el sonido del tren fantasmal retumbando los tambores metálicos de los desérticos vagones, panaderías sin parva y teatros sin carteleras, y arriba, las nubes indecisas de un día gris que nunca terminan por casarse con la tormenta; la luna sin embargo no había desaparecido por completo, reflejando su sufrimiento como un espejo. Con emoción decidió perderse, entre los helados ecos de sus fantasmas que le zarandeaban el cabello, jugueteando con las hebras doradas, estirándolas y torciéndolas con tensiones eléctricas y metafísicas, dándole otro significado a su rostro pálido, consagrando sus labios y rediseñando todas las distancias de sus delicadas facciones, ahora en el templo de sus ojos se acurrucaban los ángeles y en el fuego de sus labios ardían todos los demonios. Por arte de magia apreció en la universidad, se cambió de puesto y recogió las huellas de su soledad sin quemarse, se ató el cabello y empezó a dibujar jardines en la pasta de un cuaderno marchito y viejo, sellado por el derramamiento también antiguo, de un vino gastado en músicas acústicas, que parecía sangre. La voz del maestro se convirtió en una sinfonía silenciosa que no la apartaba de sí misma, y en uno de los trazos comprendió la cínica ideología del destino: "Más vale tarde que nunca".

Entrada destacada

Lo que no es de nadie [POEMA]

Pintura: Albert Bierdstat Soy la tarde azul que marea al mundo el silencioso lago que con sospechas renuncia al tiempo que lo c...