martes, 21 de noviembre de 2017

Los incendios de Luisa y Pablo

Fotografía: Sylvian Yuleth



El sexo es la forma que la naturaleza escogió para enviar su mensaje más contundente: también debemos buscarnos a nosotros mismos en el otro. Luisa y Pablo, recibieron ese mensaje como una revelación profética, escrita en un libro suicida que se había arrojado de la repisa en busca de la verdad. Ambos sentían una fuerte comprensión por el cuerpo del otro, una tenaz fuerza de atracción que los acercaba y los repelía continuamente, en un tornado de sensaciones pasionales y liberadoras, que sin jurisdicción de ninguna índole, los había tomado como pálidos rehenes sosegados por la astucia de la noche, para no soltarlos nunca bajo el pretexto de ninguna circunstancia. Las palabras de Luisa, un trueno centelleante que despertaba tormentas de fuego vivo, que la consumían en láminas magnéticas de luz hasta los huesos, exiliando voces que derrotaban los inmisericordes dados del silencio desnudo y esquelético. La mirada de Pablo, una llamarada de chispas anaranjadas, que incineraban por completo el pasado, el presente y el futuro, convirtiéndolos en un humo que el tiempo no podía atrapar ni detener en un solo espacio. Danzaban en el silencio trucado, libres de la noche y también del tiempo, ensombrecidos como un fantasma que el destino había rebanado por la mitad, y que, condenado al abismo del olvido, siempre estaba a la espera de esa pieza musical que volvería a unir sus partes, y lo reintegraría de nuevo a la luz que hiere a la nubes antes de cada amanecer. Las caricias pintaban paisajes cubiertos de nieve, que erizaban los poros de Luisa, irguiéndolos como montañas escarpadas por el látigo inmisericorde del frío, y el calambre se incrustaba como una bala en cada una de sus células, colapsando sus respuestas musculares y sus miedos. Las lenguas se abrazaban como dos viejas amigas que se habían reencontrado después de una travesía ciega por desiertos enteros de cotidianos sufrimientos sociales. Pablo, se quedaba con el rostro enredado en los jardines nocturnos de su disparatado cabello que nunca prometía direcciones concretas, y las frutas que producía el sudor de su cuello, eran devoradas por el feroz apetito de su temperatura.

El aire comenzaba a perderse y los pulmones se fundían en la nada de una respiración inconsciente, que no seguía bases ni parámetros, las reglas se desvanecían y las palmas de las manos jugaban a las escondidas entre pulmonares sábanas, recubiertas de tejidos rojos y orquestales. Y al final el techo enjaulaba las miradas, en conversaciones donde el idilio protagonizaba con heroísmo el sello de cada historia. Globos impulsados por las llamas ígneas de sus besos, salían del vientre de Luisa y recorrían las neuronas electrizadas de Pablo, alentándolo a un delirio sin precedentes en el que naufragaba guiado por las constelaciones lunares de Luisa, que eran como faros de canela otoñal. Repetían el proceso con la bendición de los nuevos caminos, buscando más verdades, como nómadas hambrientos de aventuras, abanderados por el amor de dos espíritus que juegan con sencillez inaudita, a la composición teatral de la pasión, a través de la plasticidad que ofrecen los cuerpos de dos locuras semejantes, que recreaban una victoriosa sensación de cordura. Luisa y Pablo, el incendio liviano en que las estrellas ejercían tribunales de luz sedienta de búsquedas insomnes; Luisa y Pablo, la cólera de la noche desencadenada por el descubrimiento de ese continente de pasión que despierta como un átomo mutante, en las hendiduras mismas de la muerte; Luisa y Pablo, ancestrales indios que se refugiaban en sus miradas sordas por la alucinación, que producía con ahínco el placer, combatían y después se perdonaban en un irreverencial gesto de paz, que se fundía en la columna vertebral como una médula enarbolada por cuervos vertebrales, que cargaban corazones rotos entre sus garras. Las aves opositoras, atraídas por los incendios, aterrizaban con la densidad lenta de las parsimoniosas tardes, que acariciaban con su rojizo resplandor doliente, en los bordes de la ventana destartalada por la arrogancia de los años, haciéndole continuas visitas de fidelidad a los cafés olvidados, que esperaban ser consumidos por unos destrozados labios, al otro lado del vidrio. Abrían la ventana y entraba siempre la luna temprana de las seis en punto, para decirles que los declaraba absolutamente inocentes de todo infierno desatado, y que los invitaba cordialmente a vivir en uno de sus grisáceos cráteres, hasta el último aliento del universo. 

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