sábado, 29 de julio de 2017

El día que encontré mi primer libro





Un libro es como un diamante de sangre, como una perla de extravagantes brillos y raras formas; un arma, una meta, una cometa, un árbol de llantos otoñales (en verdad es un árbol, comprimido). Un libro es tantas cosas a la vez, nos preguntamos: cómo sus páginas pueden sostener universos dentro del tiempo, aunque éstos hayan sido fabricados en otros lapsos menores o futuros, aunque sus tramas y personajes pertenezcan a otras partes del reloj, en donde incluso, las agujas ya no llegan. Quizás dimensiones distintas, agujeros de una realidad deteriorada que se mira al espejo y ve allí la máscara de sus huesos, las pupilas de la muerte. El libro es una puerta imperial, que debe rasgarse con las uñas desesperadas de una mente hambrienta. Y no, no todos los libros son nuestros, no todos los libros fueron hechos para nuestros ojos y nuestras fibras, no todos los escritores han escrito para nosotros. De eso se trata la literatura, de un azar, de una suerte tan semejante a la vida, de una búsqueda sin fondo y sin regreso, de un viaje a mar abierto, y este mar se cierra desde el primer momento en que zarpamos, y quedamos atrapados, enclaustrados, divididos en una frase, ya sea sencilla o compleja, que quizás un hombre que ya no existe o una mujer cuyo vago recuerdo se encuentra solo en la cenizas, concibió en el frío de un cuartel de venganzas y crueldades absolutas. O, al borde una desolada muralla, o al interior de un bosque profundo, profundo de árboles, profundo de libros que prometen navegar en el océano del tiempo. No se puede definir la gravedad de su eterno movimiento, crece y decrece, como la luna, como nosotros. Y somos nosotros precisamente, quienes hemos inventado los libros, pero son ellos quienes nos han reinventado a nosotros.





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