Un libro es como un diamante de sangre, como una perla de extravagantes brillos y raras formas; un arma, una meta, una cometa, un árbol de llantos otoñales (en verdad es un árbol, comprimido). Un libro es tantas cosas a la vez, nos preguntamos: cómo sus páginas pueden sostener universos dentro del tiempo, aunque éstos hayan sido fabricados en otros lapsos menores o futuros, aunque sus tramas y personajes pertenezcan a otras partes del reloj, en donde incluso, las agujas ya no llegan. Quizás dimensiones distintas, agujeros de una realidad deteriorada que se mira al espejo y ve allí la máscara de sus huesos, las pupilas de la muerte. El libro es una puerta imperial, que debe rasgarse con las uñas desesperadas de una mente hambrienta. Y no, no todos los libros son nuestros, no todos los libros fueron hechos para nuestros ojos y nuestras fibras, no todos los escritores han escrito para nosotros. De eso se trata la literatura, de un azar, de una suerte tan semejante a la vida, de una búsqueda sin fondo y sin regreso, de un viaje a mar abierto, y este mar se cierra desde el primer momento en que zarpamos, y quedamos atrapados, enclaustrados, divididos en una frase, ya sea sencilla o compleja, que quizás un hombre que ya no existe o una mujer cuyo vago recuerdo se encuentra solo en la cenizas, concibió en el frío de un cuartel de venganzas y crueldades absolutas. O, al borde una desolada muralla, o al interior de un bosque profundo, profundo de árboles, profundo de libros que prometen navegar en el océano del tiempo. No se puede definir la gravedad de su eterno movimiento, crece y decrece, como la luna, como nosotros. Y somos nosotros precisamente, quienes hemos inventado los libros, pero son ellos quienes nos han reinventado a nosotros.
"Dicen que a través de las palabras, el dolor se hace más tangible, que podemos mirarlo como a una criatura oscura, tanto más ajena a nosotros, cuanto más cerca la sentimos".
sábado, 29 de julio de 2017
El día que encontré mi primer libro
Un libro es como un diamante de sangre, como una perla de extravagantes brillos y raras formas; un arma, una meta, una cometa, un árbol de llantos otoñales (en verdad es un árbol, comprimido). Un libro es tantas cosas a la vez, nos preguntamos: cómo sus páginas pueden sostener universos dentro del tiempo, aunque éstos hayan sido fabricados en otros lapsos menores o futuros, aunque sus tramas y personajes pertenezcan a otras partes del reloj, en donde incluso, las agujas ya no llegan. Quizás dimensiones distintas, agujeros de una realidad deteriorada que se mira al espejo y ve allí la máscara de sus huesos, las pupilas de la muerte. El libro es una puerta imperial, que debe rasgarse con las uñas desesperadas de una mente hambrienta. Y no, no todos los libros son nuestros, no todos los libros fueron hechos para nuestros ojos y nuestras fibras, no todos los escritores han escrito para nosotros. De eso se trata la literatura, de un azar, de una suerte tan semejante a la vida, de una búsqueda sin fondo y sin regreso, de un viaje a mar abierto, y este mar se cierra desde el primer momento en que zarpamos, y quedamos atrapados, enclaustrados, divididos en una frase, ya sea sencilla o compleja, que quizás un hombre que ya no existe o una mujer cuyo vago recuerdo se encuentra solo en la cenizas, concibió en el frío de un cuartel de venganzas y crueldades absolutas. O, al borde una desolada muralla, o al interior de un bosque profundo, profundo de árboles, profundo de libros que prometen navegar en el océano del tiempo. No se puede definir la gravedad de su eterno movimiento, crece y decrece, como la luna, como nosotros. Y somos nosotros precisamente, quienes hemos inventado los libros, pero son ellos quienes nos han reinventado a nosotros.
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