martes, 27 de marzo de 2018

Los inviernos de Helena:

Fotografía: Sergio Luis



Hecha pedazos intentaba armar el rompecabezas de su trémula historia, pero siempre encontraba fichas que no encajaban, rotas o intrusas, que pertenecían a otros remotos lugares, en los que quizás, ella siempre había querido estar, pero su espíritu le colocaba fielmente la mano en el hombro, diciéndole: "Allí no perteneces, cual rota ficha no encajas". Salía entonces a recorrer los grises laberintos de una ciudad cenicienta, invernal, daba círculos viciosos por sus avenidas preferidas, abrazada a los corrientes hábitos del cigarrillo, para calmar el frío, sentía que a sí mismo la vida también nos consumía, nos pisoteaba y terminaba por olvidarnos. La lluvia golpeaba con severidad sus tardes, y la poca valentía que la habitaba, la utilizaba para traspasar el humo que se levantaba del tumultuoso tráfico, y de las imponentes fábricas, que como vampiros metálicos, mordían a la naturaleza. La música de su dolor silenciaba por momentos a la ciudad, a las sirenas y a los insoportables gritos de los conductores, las gentes conversaban entre sí y parecían interpretar sus canciones; alzaba la vista lentamente al cielo, cuando ya estaba cansada de los muros y de las ventanas deshabitadas; y allí estaba, su fiel compañera, una mecánica nube negra que nunca se disolvía, eternizando el riguroso canon de su nostalgia. Escapando de sí misma solo lograba aproximarse más, a la terrible comprensión que la inquietaba eléctricamente desde la infancia, comprensión que la hacía derrumbarse en llanto durante horas, incluso días, esa de que el mundo giraba como una rueda de la fortuna, azarosa e imprecisa, increíblemente cruel, en donde nadie tenía nada comprado, en donde todas las seguridades no eran más que irónicas carcajadas del destino. Cuando llegaba su turno de impulsar la gélida manivela, todos los cubículos desaparecían, y todos los premios también se esfumaban. En tinieblas quedaba todo lo que alguna vez hubiese tenido un vestigio de luz, de color y de armonía. Entonces seguía en su oscura odisea, internándose lejos de todo, saltando los hologramas de sus tragedias, colándose por los insospechados caminos de sus pensamientos; en sus ojos había una fuente de agua y de sal que no se extinguía, y por la que siempre creía deslizarse a lugares un poco más seguros. No obstante las artesanías de la soledad, habían creado una jaula de sueños absolutos y travesías inconclusas, y en la fatiga que produce la ilusión excesiva, había intentado escapar por los espeluznantes áticos del insomnio, sin embargo siempre se topaba con un espejo de coloridos vidrios, que la reflejaba con el rostro cicatrizado por el agua del llanto, y volvía a caer paralizada y se desarmaba nuevamente por completo. Helena, siempre tuvo la certeza de que la felicidad era un mito, otra absurda invención humana, creada para aplacar los profundos latidos de la desesperación social. En sus temblorosas visiones la ciudad ardía en llamas, y el humo se extendía y se ensamblaba a su nube, como si fuese ella la promotora de aquél fuego liberador, pero a la vez íntimo, personal. Sorprendida veía cómo las flamas no la lastimaban y la ascendían, parecía que había adquirido la gloriosa inmunidad de la tristeza. Su sufrimiento la había coronado, su dolor la había divinizado. En su nube partió a un mundo no menos infame que el nuestro, y en ese recoveco desubicado del universo, honran a una diosa que entre llamas siempre está llorando, sus lágrimas cicatrizan las más violentas heridas del alma, y en su honor la gente arma complejos rompezabezas de valor indescifrable. 

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