lunes, 11 de septiembre de 2017

Domingo

Fotografía: Sixpenceee



Cuando es domingo, nos despertamos y nos sentimos desubicados, colocados mágicamente en la mitad de un océano desconocido, ya sea porque la noche anterior disfrutamos de las amarguras de una larga lista de licores, pensando que así, de ese modo tan ingenuo y agrio, podríamos curar nuestras amarguras internas, o bien sea, porque la noche anterior estuvimos en la jaula del insomnio, y el domingo ha llegado como un ángel caído a quitar el pasador de la puerta, para que seamos libres, por lo menos por un día. Si se pudiera definir al domingo con algún símbolo o un signo de puntuación, yo escogería un paréntesis, sin pensarlo dos veces, y dentro de él podríamos colocar cualquier tipo de palabras (yo opto por la palabra desesperación), ya que el domingo para todos significa algo en cierto modo distinto, pero a la vez algo irónicamente idéntico; pero si algo tiene en común el domingo de todos, es el silencio. Sus tardes a lo largo y ancho, son un claro homenaje a la ausencia del sonido, y a esa quietud necesaria que se deshace con elegancia, del embarazoso movimiento cotidiano, que a veces nos rebana con crueldad el pensamiento, y empezamos a tener ideales robóticos y mecanizados, que no son los mismos ideales que dicta nuestro corazón. En el domingo todo se detiene, es como un nuevo lenguaje de características divinas, parece que todo el mundo hablara en secreto y en cámara lenta, por debajo de las pesadas mesas de la realidad, diciendo cosas que no nos atreveríamos a decir en otro día distinto; es una sensación aterradora, porque en instantes parece que todos nos comunicáramos telepáticamente, es como si nos transfiriéramos unos a otros, toda la información de nuestros sufrimientos, dudas y prejuicios. Se puede percibir una atmósfera distinta, un aire singular, como un aroma extraño de cansancio y también de liberación. Las calles parecen senderos de angustia que no van a dar a ningún lado, y asomamos a las ventanas como seres ilusorios salidos de la nada, fatigados por el mundo, jorobados por el sistema, viendo el mismo ritual de cansancio en las ventanas vecinas, y pensamos que también nosotros no elegimos ningún camino, que en verdad, muy en el fondo, estamos a la deriva y arrojados a la suerte de un mundo inestable. Los televisores engrosan su larga lista de programas basura, la radio tiene un eco de desesperación y se les atascan todos los titulares, como si el domingo los hubiera congelado; ya nadie puede mentirnos, hemos visto la verdad, somos la verdad, somos el domingo. Nuestra alma intenta escapar ante tan glorioso descubrimiento, e intenta distraernos de todas esas formas de nostalgia que exhibe este día como un museo de melancolía, pero no podemos, algo impide levantar el vuelo, nuestra alma también está perpleja y nos enteramos que no hemos salido tan siquiera de la jaula, así la puerta esté abierta, tenemos miedo, miedo de nosotros mismos. Nos quedamos en la orilla de esa prisión, impactados porque la libertad es otro tipo de muerte y la verdad otro tipo de miedo. Sin embargo seguimos sellados, con la marca del domingo sobre nuestras frentes, con la marca del domingo que vive dentro de cada uno de nosotros. No importa si logramos escapar de este país desatinado y vamos a China, el domingo también irá con nosotros, abrazado a nuestros pies, como un huérfano pidiendo comida. Así que el proceso correcto es la inmovilidad, quedarse quieto dentro de uno mismo, alimentando a ese huérfano con nuestros dolores y angustias. Porque el domingo es similar a una deidad destructora, duerme toda la semana y se alimenta de todas nuestras tragedias, hasta que despierta al séptimo día, y cuando lo hace, mientras nos cepillamos los dientes, mientras nos servimos un café caliente o encendemos un cigarrillo con la última cerilla que nos quedaba, intentando borrar así un pequeño porcentaje de la tristeza del mundo, se acerca y nos dice al oído con una voz glacial: ¿Quién eres?... Y eso nos causa un pavor inmenso, darnos cuenta que en realidad, somos nosotros mismos los artífices de nuestra desgracia, y los arquitectos minuciosos de nuestra merecida destrucción.


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