miércoles, 8 de noviembre de 2017

La ventana y el espejo: la búsqueda de la inspiración

Fotografía: Guilla Bersani



La inspiración es una búsqueda inconsciente, nadie sabe que en el esqueleto de todos los deseos, se encuentra la semilla ósea de una verdad atómica y en cierta medida destructiva (aunque toda verdad construya): la búsqueda constante de la inspiración. El hombre ha creado el espejo, ha osado con singular desgracia, igualar al tiempo a la sencillez de un agua inmóvil cuya esencia es, en efecto, inspirar a los ilusos con ilusiones básicas y vulgares: la estética física. Encapsulados en las raíces del ego, el maquillado árbol que brota y crece desde las partículas del reflejo, siempre está vinculado a las sombras de la existencia, arraigado con tenacidad a las moléculas primarias de la tiniebla y el desconcierto; es pues una sombra todo lo que pertenece al ego, un vago tizne de esperanzas cáducas. El ego es social, quiere decir, que es inaudito, absurdo, miente, se camufla, debe ser aniquilado con la delicadeza del ser. En cambio, la frecuencia que contiene la verdad del ser, la realeza del espíritu, es la exploración constante de las ventanas, la búsqueda de los paisajes, la intromisión en las culturas lejanas y ajenas, la comodidad de la soledad. Borges, odió los espejos y amó el hecho de ser esencialmente solitario, nunca explicó concretamente el motivo; y en verdad nunca hizo nada, siempre todo fue parte de una ilusión y de ligeros disfraces amañados a las circunstancias. Para él, claro está, para nosotros es un iluminado. Por otro lado, las ventanas, en deterioro de su objetivo principal, cuando se cierran reproducen el horror anterior: un espejo.

Miramos los ojos de nuestro reflejo, tratando de encontrar algo que valga la pena, pero como he dicho antes se trata solo de sombras jugando con instantáneas luces. Sonreímos e inflamos el desastre, abrazamos la autodestrucción. Nos damos vuelta, hacemos muecas, nos comportamos frente al espejo que es la vida, un espejo horroroso del que el poeta promedio desea escapar, o por lo menos, intenta, de forma sublime, desvanecerse en él, perder su forma para que aparezca el espíritu. En el espejo, la constancia y las mediciones de la muerte son polígrafos o jeroglíficos que, juegan en el cóncavo territorio de las sensaciones que el mismo reflejo produce: amor, odio, cólera, esperanza, miedo, vértigo. De ahí, la fobia análoga a las fotografías, a ser reducido a un mero instante, a ser atrapado en parte por el deseo de ser deseado o recordado (personalmente me lastima no compartir ésta fobia sublime). Qué desgracia haber descubierto la fórmula de los espejismos que alguna vez tuvieron lugar en 'Las mil y una noches'. El espejo debió ser olvidado por los canosos científicos en las fábulas, debieron haber prescindido de todo intento de confabular con la luna (que es un espejo solar), con la ilusión y con la sociedad, un aparato que hoy en día se ha tornado macabramente decorativo, y por ende, todavía mucho más poderoso de lo que se habría imaginado su creador. Cuando el espíritu despierta, y uno que en verdad es equivalente a cero por la lógica que ofrece la astronomía, se mira al espejo, y de inmediato tiene la sensación de con cada mirada estarse borrando, gastándose, consumiéndose. Y de alguna manera, borrarse y diluirse de la densidad de la materia puede resultar placentero: ¿No es la densidad acaso, la cruz que ha tenido que cargar todo hombre que aspira a una verdadera ciencia de las cosas?. Así pues, el espejo no es más que el contraste cristalino de las cosas que en su verdad más pura, no existen. El humano no es más que un tipo de velocidad, cada uno gira en torno a cosas distintas pero la corona de espinas de la muerte, aunque decorativa (como los espejos) nos rodea al fin de nuestras vidas, la cabeza a todos y pone fin a nuestro absurdo movimiento. 

La mujer que se perdía en los instantes:

Fotografía: Cath Rein



Lastimada por el correr de los segundos, se refugiaba en la soledad aparente de las horas tardías: tres de la tarde, seis de la tarde, nueve de la noche, once de la noche, una de la mañana. La concentración no era su fuerte, la consternación en cambio, sí. Su mente estaba siempre derramada por el espacio, creando desiertos y oasis concatenados entre sí con una arrogante ironía que solo ella entendía, mientras su alma abrazaba las valientes distancias, rompiendo los huesos de toda lejanía cotidiana. Era libre de toda definición y atadura, por ende, esta labor ingeniosa de comprimirla en palabras, no es más que el ejercicio utópico e inútil del poeta que, se frustra, y en su frustración constante y en su determinación ingenua, cree haber encontrado un tesoro que ante la masiva multitud, cobra el disfraz de lo invisible o el don de lo inexistente. Su mirada siempre estaba girando en inquietudes varias, como un ocular girasol que perdido va en busca de la luz azul de la luna, hacia un lado y hacia el otro, tembloroso, y cae en desgracia sabiendo que es el sol quien lo alimenta, y desahuciado desaparece en la melancolía de la noche. Los puntos fijos en los que tenía clavada la vista, siempre poseían la consistencia de lo divino, o el aura etérea de lo sagrado: los tableros verdes, los lápices a punto de consumirse, los gatos negros asediando a las aves, y los copos de hielo de las lluvias torrenciales, eran el pan de cada día, el alimento de sus creencias más profundas; su iris se expandía como una supernova en tránsito en las intermediaciones del frío, así que siempre parecía estar soñando. 

Huía de la costumbre de los relojes y coleccionaba crucigramas, pues en ellos el tiempo dejaba su cuerpo (los números) para salir en búsqueda de la última verdad del mundo: ¿Y qué es, y cuál es la última verdad del mundo?... Que el mundo es incierto y es fugaz, murmuraba ella mientras se diluía en la ventana rutinaria de los buses y de los trenes oxidados. Su silencio era la voz anhelada, con la que cantaba su alma harapienta, y decía una sola cosa en un idioma que se enclaustraba en el vacío, dirigiéndose a ese mundo que sí es el cierto: "Marchitarse es otra forma de aprender a florecer entre las lágrimas". Claro, cómo podía olvidarme, todavía recuerdo sus lágrimas, dejando húmedos pasos en sus mejillas: cuántas violetas y cuántas acacias envenenadas, nacieron en ese momento de sus pálidos pómulos que simulaban un jardín de transparentes cristales. Ese era precisamente el espectáculo central, de maravillosa simbología milenaria, verla nadando contra corriente, peleando contra el mundo en el trance desgarrador de la tristeza, preguntándose para qué sirve una pregunta, si toda respuesta contenía en sí misma la superficie del engaño. Esa era ella, recordándome con sus manos cruzadas, o bien, lanzadas ambas en cuna sobre su mentón, que la vida es un instante que ningún fantasma recuerda, y por eso se quedan vagando por el mundo, perdiéndose en los instantes, arañando los minutos, reubicando las manecillas de los cronómetros, tratando de encontrar ese momento preciso en que la vida verdaderamente valió la pena.  Eso era ella, un humilde fantasma, eso soy yo, un espectro o un holograma pasajero, eso es el mundo, una mortífera ilusión.

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