miércoles, 22 de febrero de 2017

El hombre que pisó la luna

Armstrong, se baja del Apolo 11 y gatea hasta el centro del astro de queso, mira para atrás y ve su recorrido como si se tratara de las huellas de un humilde gusano. Todo el mundo tiene la televisión encendida, y quien no la tiene, está pegado en la vitrina de una tienda, estampando su cara en el vidrio; Armstrong es ahora todos los sueños del mundo y todas las pesadillas de los epilépticos; el presidente de Estados Unidos está teniendo una erección y los soldados americanos se postran como si se tratara de un monumento. El presidente de Rusia se tapa los oídos y sus soldados se arrojan desde los balcones como paracaidistas sin instrucción. La mayor peor brutalidad del mundo resuena hasta en los recovecos de la tumba de Tutankamón: "Un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la humanidad". Las tabernas están a reventar, en las calles no hay carros y ningún teléfono suena, ni una hoja seca osa moverse. Y en esa parálisis programada por la unión de tres inocentes, una nave y un bruto con complejos de importancia, un poeta se estremece y sacude sus papeles, absorbe humo y escribe: "Un paso para el hombre, y una dosis de morfina para toda la humanidad". Terrible delito no haber enviado en la tripulación, por lo menos, a un solo poeta, que clavara en la luna el bastón que sostuvo a Jorge Luis Borges en vida, o el sombrero que decoró las canas de Walt Whitman. Error inmortal, no haber enviado sus cenizas con todas sus cartas, ni haber hecho un castillo en sus diferentes honores. Después el efecto de la causa tomaría forma en todos los bolígrafos y máquinas de escribir de la tierra; Paul Auster hace lo suyo con su novela 'El palacio de la luna', y así inumerables enamorados del pensamiento se manifiestan.
La poesía recordará ese día de olores radiales y televisivos, como la mayor humillación al logo del insomnio. Nunca lo olvidaremos y todos nuestros poemas se pueden considerar como una venganza y en el mejor de los casos una revancha. Todos nuestros poemas y todos nuestros libros. Cuántos argumentos y cuántas canciones se hubieran escrito, llevando a un artista encubierto, camuflado por la ciencia, vestido de astronauta, con una página escondida bajo el brazo y un pedazo de carbón entre los dedos. Dándole por lo menos un minuto para mirar el vórtice tenebroso en que se encuentra suspendido su hogar y el síndrome de su sangre. El hombre ni entonces ni ahora, ha podido lograr comprender y justificar, que el arte es la lógica más precisa, superior a todas las ciencias, que va desde la psicología de todos los dolores, hasta la estructura vibrante de todos los átomos que integran a la raza que catalogamos como humana. Que el arte, damas y caballeros, es ante todo, el mayor descubrimiento del hombre, la más magna exploración desde nuestros orígenes. Sin banderas, nadie puede marcarlo, nunca nadie tiene la última palabra, y está más allá del bien y del mal.
Todo lo que está hecho por amor al arte, está hecho por amor al mismo amor de amar demasiado algo, tanto, que entregamos nuestra propia vida a ello. Es un error pues, marcharse a descubrir el universo, sin antes habernos descubierto a nosotros mismos. Si la teoría que hoy salió a la luz es cierta, aconsejamos con total humildad que el planeta que pueda albergar vida, no sea convertido en un museo de crímenes, ni en en un pasadizo político. Si todo hubiera salido no según la ciencia, sino según el arte, la luna estaría llena de poderosas esculturas de polvo estelar. Y cada que miráramos arriba de la noche, recordaríamos de dónde venimos y a dónde vamos.


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