miércoles, 15 de noviembre de 2017

La mujer más triste del mundo:

Fotografía: Louis Dazy



Dicen que la perfecta comprensión de las cosas que mueven al mundo, abre ante el individuo dos puertas, la de la locura o la de la iluminación. Comprendí esto dos años después de su muerte, y ahora entiendo la razón de ser, de esa luz cegadora que proyectaba en las noches más oscuras, creando un túnel de sueños que nunca pude recorrer por completo. Su nombre era bellísimo, pronunciarlo introduce en la sangre un sentimiento de esperanza casi paranormal, que a la vez, está también lleno de la tinta helada de la tristeza: María Angélica. Su aspecto era el de una mujer que nunca en su vida había tenido una sola hora de sueño, las ojeras se le colgaban de los ojos, como murciélagos succionando el azul imperial que manchaba su mirada. Su piel no conocía el maquillaje, sus labios violáceos por el frío de la ciudad, desconocían la grasa imprudente de los cosméticos. No era muy alta, pero como solo comía manzanas verdes, que eran la única cosa que le gustaba a su exigente paladar, daba la impresión de estar demasiado alejada del suelo, empinada en unos huesos largos, cubiertos por lo que parecían ser pálidas capas de nieve. Lo irreal de su presencia, es que donde fuera que estuviese parecía ser invisible, se camuflaba en los cafés más concurridos, en esquinas atroces en donde las sillas eran desequilibradas y las mesas se tambaleaban de un lado a otro, y  transmitía una sensación de desapego hacia todo lo que estuviera involucrado con la sociedad, pues las veces que la vi en el café Don Arturo, aparte de la manzana mordida tenía entre sus manos libros de  Sartre y compendios de la poesía de Whitman, y el que me animó a hablarle un 6 de diciembre de 1990: El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, del bigotón de Nietszche. 

Eran las seis y media de la tarde, y la luz azul se extendía como una alfombra hasta el horizonte, destiñéndose al final, en un negro carbonado que se mezclaba con las  montañas que cercaban la metrópolis. Me senté frente a ella con silenciosa velocidad, y no se inmutó ni por un segundo, del minuto completo que estuve mirándola fijamente, leyendo aquél libro verde de edición de bolsillo. Y justro en el segundo sesenta, descargó el libro sobre la mesa, mordió el último pedazo de su manzana dejando la raíz entre los labios a manera de cigarro, y pronunció las palabras que cambiarían mi vida para siempre: "¿Qué buscas?". Todo mi ser en ese momento se puso en un acuerdo que nunca antes había experimentado, quería gritarle que me estaba buscando a mí mismo, pero tuve el temor inmediato de parecerle un pseudointelectual de poses surrealistas y pretenciosas, así que le dije lo que yo creí que quería escuchar: "Busco al espíritu de la música", y acto seguido sonreí como un imbécil. Levantó la ceja izquierda y volvió a tomar el libro, la oscuridad ya había consumido el firmamento y las luces de la ciudad comenzaban a disfrazar las sombras de las calles, traspasando los cristales del café. Poseído por un sentimiento de pérdida me levanté con la intención de volver a mi mesa, darle la espalda y con dignidad olvidarla por siempre. Pero antes de que mis piernas impulsaran mi cuerpo, ella comenzó a leer: "Con este coro es con el que se consuela el heleno dotado de sentimientos profundos y de una capacidad única para el sufrimiento más delicado y más pesado, el heleno que ha penetrado con su incisiva mirada tanto en el terrible proceso de destrucción propio de la denominada historia universal como en la crueldad de la naturaleza, y que corre peligro de anhelar una negación budista de la voluntad. A ese heleno lo salva el arte, y mediante el arte lo salva para sí, la vida". 

Desde entonces no dejamos que una sola tarde se nos escapara. Don Arturo, dueño del café del mismo nombre, comenzó a hacernos descuentos y empezó a cerrar una hora más tarde. Hablamos de todas las cosas de las que pueden hablar dos personas invadidas por un vacío universal que parecía expandirse, en muta resolución y jurídico decreto. Intercambiamos libros, películas, música, chistes malos, chistes buenos, besos, abrazos, correos de voz y mensajes a las tres de la mañana. Pero el destino corta la felicidad con la música de la tragedia, y una enfermedad mortal producida por la cobardía de la genética, la sacó a bailar en las salas de los hospitales durante diez y seis meses, en los que vi como tuvo que empezar a cambiar las manzanas verdes, por sopas simples y jugos condimentados, empezaron a suministrarle macabras pastillas tranquilizantes, y comenzó a dormir todo lo que en su vida no había dormido. Su cuerpo fue completamente decorado por sondas y cables despiadados y la única cosa que podía seguir siendo, era la mujer más triste del mundo. 


El día invernal del 22 de diciembre, María Angélica me dijo por primera vez que me quería, y me pidió que abriera al azar el mismo libro verde de pasta dura, que siempre conservó cerca de la fría camilla en la que estaba crucificada. Al principio tuve temor, pero ella me dijo con una voz dulce que nunca antes le había escuchado: "Por favor, muerde mi manzana favorita". El destino puso ante mi vista la página 22, pues la coincidencia se burla de nosotros por medio de los números. Allí el autor, Nietszche, citaba al poeta Goethe y las lágrimas empezaron a hablar por sí mismas: "¡Aquí estoy sentado, formo hombres a mi imagen, una estirpe que sea igual a mí, que sufra, que llore, que goce y se alegre y que no se preocupe de ti, como yo!". María Angélica, falleció la mañana del 23 de diciembre de 1991, y escribió entre sus notas: "Ambos encontramos lo que tú buscabas, el espíritu de la música, pero así también nació esta terrible tragedia, y mediante al are nos salvó para sí, la muerte".


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