miércoles, 23 de agosto de 2017

El jardín del insomnio (Medellín, 1965)



Medellín, Antioquia, 1965

El abuelo decía que todas las personas tienen una historia que no quieren contar, quizás tenía razón y ésta sea la mía, o quizás, simplemente, se trata de una evaluación cronológica de mi desgracia. La tragedia básica, de haber conocido a la mujer incorrecta en el momento correcto, el tiempo nunca se equivoca, eran las tres de la tarde; pero las personas fallan, se caen, se rompen, desaparecen; ella y yo teníamos veinte años. Caer desde las ilusorias cimas de la felicidad, nunca es una sensación agradable, porque en la caída nuestros ojos se pierden en las enredaderas del recuerdo, cada instante, cada tarde, y todos los adioses se concentran en un solo momento, entonces el tiempo deja de existir y nos estrellamos contra un jardín tupido de espinas y zarzas, que nosotros mismos plantamos y adecuamos, sin darnos tan siquiera cuenta. Su nombre, el nombre de ella, del recuerdo, no importa porque tomaba títulos y formas distintas; como un diabólico camaleón que solo se dedica a la vigilancia del mosquito que menos alto vuela, para amarrarlo con su lengua y devorarlo de inmediato; le gustaba bailar bajo la luna, la luna de abril por lo general, en especial si estaba llena, justo en las noches templadas, le gustaba por otro lado el gourmet italiano, y comer arroz en cualquiera de sus presentaciones, y también, por sobre todas las cosas, amaba el cine de Kubrick. Eso último fue lo que me enamoró, que amara las mismas cosas por las que yo también latía de alegría, y esto es precisamente lo que me convirtió en un sublime idiota, me bautizó con un abrazo. Nuevo nombre y apellido también. No fui el mismo. Al principio, como es costumbre en todas las metidas de pata, de los bugs emocionales: parecía ser solo un juego, una dinámica sexual, en apariencia, inofensiva. Y me gustaba quemarme de vez en cuando, eso era todo y hasta ahí llegaba. Nada más, pero todo vino después. Sus besos fueron enfrascando mi alma, hasta maniatarla y dejarla prácticamente alienada y arrodillada, empapada de saliva, ante todos sus ideales y propósitos, por meses fui un zombie de sus deseos. Se movía su lengua como un látigo, y yo amaba verme al día siguiente todas las marcas en el espejo, y adivinen, cuál era el espejo: sus sátiros ojos. Así, todo fue tornándose cada vez más siniestro y cuando me di cuenta de la oscuridad que me estaba envolviendo y a la vez, volviéndome loco, aparecía su voz, de una claridad y una dulzura desesperantes, que más bien parecía el palpito inaudito del silencio que cobija al mismísimo cosmos. Tremenda cuestión dirían por ahí, entre susurros; creaba palabras preciosas para que mis oídos se columpiaran en ellas, y así, por lo menos, dejarme creer que yo tenía un poco de libertad, haciéndome sentir como un niño. Pero no, no era libre, ella movía las cadenas del columpio con su dedo meñique, y cuando se le ocurría, daba un manotazo y me lanzaba a los desiertos donde se extinguen los sueños. Entonces  en medio de la sed, la perdición y la falta de esperanzas, de la arena y el insoportable calor de un Sol chispeante, quise liberarme, luchar por todo lo que había perdido, aunque la amara; empecé a susurrarle cosas al oído, a lo que ella sonreía, y cada vez que lo hacía, al llegar yo a casa y entrar en la vaporosa consistencia de mi habitación, simplemente no podía dormir. La mente estaba paralítica, incapaz de brotar cualquier pensamiento en el que no estuviera su imagen. Y aquí estoy, escribiendo, en medio de la nada y la locura, queriendo ser todo siendo nada, abrazando su lengua y succionando sutilmente el veneno, mirando sus ojos y buscando respuestas. Y sigue sonriendo, porque sabe que ese es el código para abrir sus alas e irse.






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