lunes, 16 de abril de 2018

Lo que no es de nadie [POEMA]

Pintura: Albert Bierdstat



Soy la tarde azul que marea al mundo
el silencioso lago que con sospechas
renuncia al tiempo que lo consume
la velocidad de los pájaros compitiendo suertes
el aire amable que los sostiene y reafirma.
Soy la noche azul que despierta el alma
todas las alas me pertenecen sin ser mías
y me invocan sin pronunciar mi nombre
que es también el suyo y el de nadie.
Pulmón de estrellas que reflejan
el viejo rostro de mis ancestros.
Soy, el desgastado lápiz que los recuerda
danzando sombras en esta hoja blanca,
la tentación absurda de la manzana
de integrarse a los gusanos
que antes ya la habían habitado.
Soy la música que le da voz a las heridas
el silencio espacial que defienden a las distancias
que nos separan o nos unen al cielo
la vela piramidal que se sacrifica
para dar vida a los fantasmas que habitan en el humo.
Soy la ceniza que resume los incendios
que han provocado las varias banderas del mundo. 

domingo, 15 de abril de 2018

Las leyes del pasado: los juicios finales


El pasado se ha convertido en una constante social, invariable e irreversible, en otro de los crueles instrumentos con que opera el destino. Toda sociedad, es precisamente social por su pasado, y el uso que del mismo hace; el ayer nos une, nos identifica, nos brinda una causa, positiva o negativa, lastimosamente nunca neutra. Podemos tomar el ejemplo de la religión, el ejemplo de los días que se celebran en el transcurso del año, e incluso, podemos tomar el repugnante ejemplo de las herencias políticas. El sistema siempre estará iluminado por la oscura luz del tiempo, que todo lo consume, que todo lo renueva, que revisa los átomos y los reviste de sombras, o se apiada de ellos y los resucita desde los huesos de la tumba, los integra de arena y de eternidad, los derrama en triángulos de estrellas por el cosmos y así, permean toda la creación absoluta, llenándola de galaxias de dolor, de vicio y de desconcierto, y quien se entera de esto, emprende una odisea temeraria contra sí mismo y contra su destino humano; usualmente estos valientes mueren sollozando en extensos desiertos, o ahogados en mares profundos e infalibles. El esqueleto del universo es el tiempo, cada número equivale a una vértebra. Todo hombre, importante o desconocido, es humano en la medida que su pasado lo recuerda, y cada temerario fractura esa columna. El pasado también nos piensa, nos reflexiona, hay que aclararlo, nos rememora, nos revive continuamente, nunca es al contrario, como lo creíamos o como lo creemos, y como lo podemos seguir creyendo, pues es cierto que el ignorante es más feliz que el angustiado sabio que yace al fondo de las bibliotecas, consumido por su soledad. El humano no tiene control ni siquiera de sus absurdos recuerdos, somos marionetas sujetadas por temblorosos esqueletos, que desean con vehemencia volver a cobrar vida, ciegos por sus deseos, ciegos por sus apegos, ciegos por el vaporoso sueño al que pertenecen, y ese sueño no es otro que su pasado. Y es en ese proceso de la remembranza atroz, donde nos enteramos que los fantasmas que creíamos olvidados, todavía viven en las entrañas del exilio y de la memoria, en las que sentimos estar caminando sobre envolventes llamas, y que ellos, al igual que nosotros, han creado su propio almanaque, han reconfigurado su propia memoria. Pues amplia es el alma y amplia su capacidad de sufrir. El sufrimiento es el ecosistema perfecto, para que esos seres vaporosos y abstractos, habiten, pululen, y se desarrollen sin medida ni cálculo de ninguna clase. Crean dentro de nosotros mismos sus banderas, ondeadas con el frío suspiro de la muerte,  que late como un silbido en el fondo mismo de nuestra voz. Crean sus sociedades, con sus propias economías arbitrarias: su moneda es el incesante intercambio de lágrimas, el trueque seco de dolor por dolor, de angustia por angustia. No condenan la avaricia, la premian, castigando la austeridad y la benevolencia; han invertido las sombras a la venerable posición de la luz, los ilumina el lado oscuro de la luna, que se despega de la mitad plateada que se regalan los enamorados, para fusionarse con el cementerio de silencio y vacío que se vertebra a través del cosmos. Es así, como se apoderan de nosotros en cada insomnio, esas sedientas entidades que en el trance onírico, toman la forma de una serpiente, de un león o de un dragón gigantesco que escupe fuego. Se podría decir también, que quien aborrece la luz del día, es porque ha sido consumido por una revolución interna, gestada por sus fantasmas errantes, que con los escudos de la nostalgia, se pasean sin limitaciones por los recovecos de las neuronas, emprenden una batalla inhumana contra el olvido, se niegan a ser exhortados del corazón mismo del hombre, sollozan y gritan que ese es su hogar, único e intransferible, porque de alguna manera ellos también lo han construido, pulido, rediseñado. Y utilizan los sueños como puente para clavar su lanza y encajarla mortalmente. Lo único que nos libera de esas temibles hordas, es el proceso que se ha titulado con el absurdo nombre de la "iluminación". Absurdo, porque al igual que la palabra "Dios", es pretenciosa, quiere encerrar un concepto que ya de por sí, canta el himno de la libertad, y ese himno es de fuego y quema todas las jaulas, incinera todas las barreras y derriba todas las puertas. Resulta curioso, por lo menos, apuntar que un ser que ha sido iluminado, es precisamente porque se ha enfrentado a su oscuridad, y un fuego o un ánfora de eléctricas chispas, lo transforma en un valiente guerrero, vigilante del instante, presente en el aquí y el ahora. Este terrible mensaje estaba anunciado desde la cúbica cruz, en la que se desangraba de dolor un nazareno: INRI (IGNIS NATURA RENOVATUM INTEGRAM) que traducido a nuestro generoso idioma, equivaldría a decir: "El fuego renueva incesantemente la naturaleza". El pasado es un error, el presente un acierto, y el futuro un regalo que constantemente se desvanece. 

miércoles, 11 de abril de 2018

La jaula de los fantasmas

Fotografía: Loren Hiz


He salido a deambular bajo la lluvia, decidí ser el verdadero prójimo de mi soledad. Mi única brújula son las centellas azules que estallan con furor, tras las nubes y arriba de las vigorosas montañas que cercan a los pueblos. No tengo ritmo, tiemblo y bailo al mismo tiempo, miro mi reloj de pulso y el agua ha destruido sus engranajes, el frío ha empañado su pantalla, y en el humo que se adhiere al vidrio, veo formarse de la nada el signo terrible de una calavera; parece mover su mandíbula y recitar poemas difusos, no cantan, solo aturden. Estoy navegando en los confines del tiempo, charlando sin pausas con el pasado, dándole una rápida bofetada al futuro. Las contradicciones entablan una amistad duradera. He salido a deambular bajo la lluvia, sin seguridades, con la esperanza de derretirme e integrarme al eco que vaga en la neblina, o mutarme y degradarme en el color celofán de un sueño abstracto e irrealizable. Veo las cortinas sellando las ventanas, las plantas reorganizando sus pieles y sus raíces, pronuncian el nombre de algún Dios olvidado o desconocido. Sombrillas que protegen siluetas a lo lejos, fumando cigarros flotantes, chispeando dolor entre las sombras de los caseríos; proyectando figuras en el vacío aire del silencio. Veo las aves con las alas rotas y humedecidas, la sangre y el agua se comunican. Las veo acurrucándose bajo la valentía de las estatuas, solo ellas comprenden ese lenguaje efímero del silencio y la quietud. Secretean las historias que los niños les confiaron con burbujas y los ancianos con puñados de maíz y arroz, ya vigilan la próxima rama en la que florecerá su reposo. Todas miran cómo su alimento desencarna del mundo y se pierde en el transcurso de la tormenta. La noche late como un corazón que bombea tinieblas y envuelve al mundo. En medio del agua veo esencias que se forman y desaparecen, pensamientos elásticos que intentan cobrar forma, la realidad se resiste. Y me es inevitable empezar a recordar los libros que he leído, uno de ellos insinuaba que la lluvia eran nuestros ayeres entristecidos por el método del olvido. Y que a través de la lluvia intentaban forjar un puente, que miráramos la bóveda celeste y descifráramos sus jeroglíficos, ya sea en el violáceo que tiñe el firmamamento en las noches, o el azul oscuro de un cotidiano día. 

martes, 3 de abril de 2018

Rionegro, Antioquia: una estación ubicada en el silencio

Pintura: Amy Bennett



Si los pueblos son espejos, yo veo una calavera y por su mirada hueca se pasean las serpientes, no me atacan, solo responden a mis preguntas, mientras devoran a las aves. Y no es una visión soñolienta o difusa, producida por el terrible frío glacial que azota y consume a las noches sin voz, que enclaustran al municipio por completo, como en una jaula sepulcral; no es porque la justicia encuentre cuerpos de jóvenes pudriéndose en quebradas y fangos insolubles, que desembocan siempre en el río Negro; qué buen nombre se escogió entonces desde la mente de nuestros próceres, que profetizaron que sería un horrible cementerio de agua e ironía, más ironía que agua, más muerte que vida, más oscuridad que luz. No es porque después de las diez de la noche, la gente diga a sus hijos que se está pagando escondrijo. No es porque los policías digan a las víctimas de robos y hazañas de la delincuencia, que ni ellos mismos creen en los poderes de la fiscalía, y que los bandidos anden cómodamente por los barrios, listos a su próxima proeza. No es porque el agua tenga características impotables y sea un ajedrez entre empresas siniestras, que se disputan un elemento público y vital. No es porque el miedo sea una inyección general, a la cual todos parecen acceder a ciegas, por los terribles hábitos de la costumbre, que se capitalizan de generación en generación, infinitamente. No es porque un barbero me dijo que matar a alguien aquí y evadir a la justicia, era más fácil que recortarme las puntas de la barba. No es porque el parque sigue siendo un nido de alcohólicos, que de tanto caminar por las mismas calles desiertas, dejaron de ser anónimos, y se puede decir que ahora son hasta célebres, vacíos de humanidad escogen morir hasta el otro día, a la par de los helados cascos del caballo de José María Córdova. Hay uno de ellos que me causa una especial melancolía, porque parece nunca cansarse, siempre lo veo con un perro furioso que tal vez insinua protejerlo, la nariz la tiene destruída quizás por el uso de extrañas sustancias, o por un golpe seco al desplomarse ebrio de cara al piso. Siempre buscando el cielo con la mirada clavada en el suelo, quemado por la inclemente luz del Sol. Se multiplican, durmen en cajeros, al lado de hoteles tienden sus delgados colchones, se recuestan en las rejillas de los restaurantes vacíos y cerrados. Los celadores con un cigarro colgando de sus labios, piden sus autográfos con un buen bolillazo entre las piernas, o apagando la colilla en sus frentes, llenas de grasa y el sudor seco del sufrimiento. No es porque abunden los perros carentes de carne y llenos de costillas y pronunciadas vértebras, desolados por el hambre, batiéndose entre la vida y la muerte al borde de las panaderías repletas de orgullosos panes. No es porque las gentes no puedan andar de dos en dos por algunas calles, sencillamente porque no caben, siempre son necesarias las filas indias. No es porque las motos y los carros atropellen a los transeúntes con la excusa de que estos van por la calle, y sigan como si nada, porque aunque todos hayan visto, ellos están seguros que nadie dirá absolutamente nada. No es porque aquí, el que diga la verdad está condenado a estar al márgen de los abundantes círculos de mentiras, que se gestan sin control por doquier; veo sus ojos entre la bruma y les brillan como hambrientos lobos parlanchines, una babasa ardiente se destila entre sus ocicos y en ella misma desaparecen. No es porque un hombre escribe en compañía de las palomas, las ventanas y envejecidos documentos históricos,  solitario al fondo de un salón repleto de sillas, cosas que nunca publicaría porque después de lo que ha visto, prefiere quedarse callado y dedicarse a la reporducción de sus libros más sensatos. No es porque ayer le pregunté a un amigo que ya hace treinta años vive aquí, mis constantes quejas para con esta tierra de rarísimo comportamiento, y lo único que me dice es que quiere irse, perderse, olvidarse de que alguna vez vivió aquí, y remata con que siempre se ha sentido extranjero. No es porque todos parecen estar disfrazados de fantasmas, los traspaso, sus palabras de aliento siempre me son vanas, se evaporan, yacen en los parajes más remotos de mi memoria, porque no son obra de la sinceridad de sus almas. La desesperación se respira en el aire, se ha convertido en un síndrome y lo peor es que lo han puesto de moda. Todos están enfermos de angustia, paralizados, robóticos o muertos en vida. La atmósfera tremúla quema la piel, como un vampiro huyo siempre a mi cueva, y gestiono mi propio mundo, dejo estos analísis para otros y los tiro a los cocodrilos de la negligencia. He conocido una reducida legión de hombres y mujeres, que habitando aquí, hemos decidido sincronizadamente, suscribirnos a ese método de la fantasía, a esa forma del olvido. Y es ahí, desde ese pasadizo secreto del que pocos conocemos la clave de acceso, desde donde puedo decirles las razones por las que Rionegro, si tiene el inminente rostro de la muerte, que aunque tarde o temprano tendremos que enfrentarlo por igual todos, aquí se le hacen constantes ovaciones, bailamos con ella cada noche, la sentimos subir la escalera de nuestros hogares. Se multiplica en espiral en todos los espejos, se refleja en los charcos de la lluvia abrileña, brilla en el retrovisor de los lentos buses, conversa con los árboles que ya han sido dormidos por su magia sobre el cemento. Tiene el rostro que tiene, por una razón, y esa razón son todas las anteriores cosas dichas, que se ensamblan lógicamente, juntas, en una sola y total verdad: somos presos del silencio. Aquí desde mi trinchera, puedo siempre decirles lo que pasa, aunque algunos de ustedes quieran que mienta, aunque algunos de ustedes desean que nunca más escriba. Verdad que en un principio intenté negar, porque aquí lo que gustan son las mentiras, los trebejos, los a medias, los casi pero no, los silencios, las absurdas treguas, los desgraciados códices, el dado sin números, la ardiente duda, los caminos que se empinan, los espejos empañados, el eco de la nada que se pierde en el indescifrable laberinto de una soledad que late, desde el centro mismo de un municipio amañado a las circuntancias. Termino este íntimo manifiesto con unos versos del poeta Goethe, que me recuerdan siempre que los leo, que pase lo que pase, hay que seguir adelante: 

¡A través de la lluvia, de la nieve,
A través de la tempestad voy!
Entre las cuevas centelleantes,
Sobre las brumosas olas voy,
¡Siempre adelante, siempre!
La paz, el descanso, han volado.
Rápido entre la tristeza
Deseo ser masacrado,
Que toda la simpleza
Sostenida en la vida
Sea la adicción de un anhelo,
Donde el corazón siente por el corazón,
Pareciendo que ambos arden,
Pareciendo que ambos sienten.
¿Cómo voy a volar?
¡Vanos fueron todos los enfrentamientos!
Brillante corona de la vida,
Turbulenta dicha…
¡Amor, tu eres esto!

jueves, 29 de marzo de 2018

Iesod, el nombre de la luna

Fotografía: Essel Browning



El poeta había decidido desde hace muchísimos años, cuando deslizó por primera vez el lápiz sobre la inmaculada blancura del papel, todavía con la máscara de la juventud y la lozanía sobre su rostro, vivir con gran comodidad, en algún momento de su inestable vida, en la arena platinada de la inaudita luna; escribiendo sonetos y canciones siderales, que se grabarían en las grutas de estrellas que recorrían el espacio de punta a punta, con la pulida maestría del ensueño, que era fiel artesano de ilusiones varias. Para lograr tan extravagante e iluso objetivo, el rapsoda entabló una amistosa conversación con ella, en una pálida noche en la que toda la geometría de su circunferencia resplandecía, como un enorme diamante de sangre, hiriendo los agrietados pulmones de la oscuridad; el letrado hombrecillo, ejecutando maniobras poéticas y extraños rituales de palabras en idiomas muertos, que ahora yacen en las estanterías polvorientas de las bibliotecas más absurdas, logró que el gran astro de queso, articulara en un instante de suerte un idioma nostálgico, que solo un escritor equilibrado, podría comprender a la perfección semántica. La luna narraba con una voz acaramelada, lentas historias de enamorados, de gárgolas insomnes y de entristecidos seres que se acunaban con regularidad, entre las sombras que producían las estatuas expuestas a su azul luz crepuscular, que ella misma definía como cálida, dulce y amigable. La azulada luz bañaba por completo los solitarios parques, mientras que la oscuridad hacía de las suyas, coronando con gloria el firmamento infinito, que se pronunciaba hasta el fondo mismo de la creación hueca de un Dios mágico, cuyo nombre está grabado en los átomos giratorios de todo lo que existe. Conmovido por sus recuerdos, y por la descomunal soledad que mordía a la luna con gusto, como si se tratase de una exquisita manzana de plata, fruto prohibido y perdido en la abismal noche, logró y acertó en una de las ejecuciones de sus acertijos y movimientos mágicos (extraídos minuciosamente de un libro al que le faltaban varias páginas), pellizcar la idea correcta y exprimir su síntesis; entendiéndola como perfecta y precisa, tan redonda como la luna misma. El aprendiz empezó pues su monólogo, hechizado por las pócimas de la tristeza, descubriendo durante unos segundos, la anhelada salida del espinoso laberinto de la melancolía, que lo había cercado por largos años, de extenso e imparable sufrimiento.

El poeta, le propuso abiertamente que le permitiera fabricar una pequeña y humilde buhardilla, utilizando sus rocas platinadas y su arena del color del cobre. También le dijo que todas las cosas que escribiría allí, serían argolladas en su honor y para su gloria eterna. Sin embargo, la luna le advirtió que allí no se dormía nunca, y que carecía de la fertilidad correspondiente para la correcta alimentación humana. El poeta, casi ofendido, le recalcó que él se había alimentado de su azulada luz durante largos periodos de aislamiento y desvelo, y que, de algún modo, había sido ese el motor para transmutar todas sus angustias cotidianas, en experimentos astrales que en soluciones últimas, lo habían hecho toparse con aquél libro sagrado y mágico. La luna, con la arrogancia que le ofrecía la inmensidad nocturna de la que se adueñaba como una deslumbrante zarina, formó un rostro entre sus cráteres y manchas, configurando sus rocas y sus aristas, como si un cincel invisible estuviese haciendo contacto con la superficie satelital, que en capas concéntricas, protegía su misterioso núcleo grisáceo; dos esferas ovaladas brotaron arriba de unos escuálidos labios grises, que emprendían el camino hacia una nariz de nieve, larga y recta, al tiempo que una lengua del color brillante del metal, jugueteaba al interior de la garganta hecha de cobriza arena y de oscuridad indeleble. Sorprendido, el poeta clavó sus rodillas en el suelo, como si el mundo yaciera ahora sobre sus espaldas, pues hasta ese instante, la conversación solo había sido coordinada por la telepatía. Con valentía y aferrándose a las teorías y a los tratados de la ignorancia, levantó los ojos al firmamento perforado por estrellas y lejanos mundos inhóspitos, para ver directamente a los ojos de la luna, que estaban manchados por el mismo color de la sangre que se pasaba por sus venas y lo mantenía vivo. Eran unos ojos que carecían de retina, de iris y de pupila, lo cual le daba un aspecto monstruoso para cualquiera que todavía estuviera encapsulado, en los incoherentes cánones de la belleza humana. No obstante a él, esa anormal y extravagante anatomía, le conmovía el corazón y le arañaba las fibras emocionales más delicadas, produciendo el mismo sonido del llanto de una carcomida guitarra, que ilusionada anhela encontrar una voz propia. Con su lengua metálica chocando contra lo que parecía ser una gruta de ecos de inigualable frío, la luna comenzó a cantar canciones que hablaban de los sueños y de la sustancia pura de la melancolía. Por su parte el poeta, como consumido por una fuerza astral y tempestuosa, se puso de pie y empezó a bailar entre los árboles que custodiaban sus ritos y sus conjuros, entregándose a un ritmo desconocido. Empezó a notar que se alejaba de una gravedad, y que se deshacía de un terrible peso, como si su cuerpo estuviera desintegrándose en el interior de esa luz azul que se derramaba a lo largo y ancho de todo el bosque. Vio cómo su piel se iba diluyendo pausadamente, dejando los músculos descubiertos, que no tardaron también en difuminarse y, al igual que sus huesos, desaparecieron, dejándolo en un estado de total parálisis corpórea. Ahora solo existía una sola cosa, compuesta por una tripleta de instrumentos psíquicos: su mente, sus recuerdos y su enrarecida magia.

Comprendió entonces que el universo era una reproducción arquitectónica de sus cavidades neuronales y atómicas, y que por lo tanto, todo lo que existía en el exterior estaba enraizado en los jardines imperiales de los mundos internos. Recordó toda su vida, los primeros paseos rurales de la mano de su padre, el olor que producía el campo cuando su abuelo cortaba el trigo en los días de ardiente sol, el sabor del helado escolar en los atardeceres heridos y rojos, la música épica de sus largometrajes favoritos, y la orquesta de grillos que se reunían puntualmente al lado de su casa, para entonar maltratados silbidos hasta altas horas de la noche. Una vez que se esfumó en transparencias azules del bosque, y de lo que siempre él había conocido como el mundo, atravesó a la velocidad de la luz la distancia que lo separaba de lo que él creía, era su hogar natal y eterno. Poco a poco, sintió el peso de los huesos, de los músculos y de la piel que regresaban y rediseñaban su aspecto de hombre consumido. Sintió una punzada en la columna vertebral que le recorrió todo el sistema nervioso, y se despertó entre terribles alteraciones musculares; se vio a sí mismo desplomado sobre la arena lunar, con una increíble vista al planeta que lo vio nacer, como si estuviese recostado en una playa rodeada por un inmenso océano negro. En esa visión inmarcesible, asimiló al mundo como una pastilla de agua y de tierra, que se perdía como una ínfima partícula de polvo, en el territorio infinito del cosmos.

Pasados algunos minutos de esa primordial estupefacción, pasó a sentir un terrible temblor impreciso, un calambre mental que le rayaba el cerebro. Ahora parecía que la luna estuviese siendo sacudida dentro de una enorme bola de cristal, que contenía todos los sueños del mundo, todo lo que existe y todo lo que podría llegar a existir; su corazón se estremeció y todas sus emociones se envenenaron con el ardiente vino del caos y de la desesperación. El rostro que la luna había formado en su superficie, se desfiguró hasta desaparecer, y de la arena temblorosa comenzó a emerger la silueta elástica y débil de una mujer, que caía y se levantaba, se levantaba y caía, como una tenue lluvia que no podía cobrar firmeza ni mucho menos forma. Cesado ya el terrible movimiento de la luna, una inmensa capa de arena se levantó como una ola dorada por sobre la cabeza asombrada del poeta, y cayó sobre él como una violenta avalancha de maíz, sepultando la mitad de su cuerpo. Cuando ya toda la arena se había derramado, dejándolo prácticamente inmóvil, se dignó a girar la vista, y advirtió que a su lado izquierdo yacía una mujer fotocopiada de la morfología divina de los ángeles, que generalmente estaban grabados en los ángulos luminarios de las iglesias góticas de su pueblo de antaño; en su memoria se abrieron paso fotogramas imprecisos de su infancia. Los ojos cerrados de aquella extraña mujer, resaltaban unas pesadas pestañas del color del azabache, y su nariz diminuta y rosada le producía una sensación de inigualable paz, dos labios gruesos del color del fuego le bordaban un mentón perfectamente redondo, y el cabello se le repartía como una lluvia de sedas enrojecidas, que al finalizar su caída, le acariciaban unos delicados hombros y unos frutales senos. Mientras que el delgado cuerpo cubierto por enormes constelaciones de lunares discontinuos, parecía fundirse también con la palidez de la arena satelital. Al terminar la contemplación minuciosa, la mujer abrió despacio los ojos, y reveló los mismos globos oculares ensangrentados y carentes de cualquier vestigio de humanidad, que había formado anteriormente para sí misma la luna. Se levantó como si hubiese dormido por siglos inabarcables, y pronunció una palabra desconocida que conjuró una estela de tranquilidad y de paz en todo el ambiente. El asustadizo poeta, intentó desenterrar la mitad de su cuerpo de la arena, y ese y todos los intentos que le precedieron, fueron vastamente inútiles. La irreverencial paz con que parecía estar vestida la mujer, contrastaba con la desesperación inminente del poeta. La extraña ilusión, no le dirigió la vista, ni la palabra, aunque él hiciera columnas de preguntas desesperadas que terminaban cavando su propia tumba en el nicho sepulcral del silencio, y fue ese mismo silencio el que después de un rato, terminó por tranquilizarlo. La frágil mujer levitó con facilidad, como jugueteando con el aire, extendió sus delgados brazos y abrió las palmas de sus manos, de las que parecían desprenderse variadas luces de colores; comenzó pues a señalar lugares, con un azar inminente; cada sitio que señalaba se convertía en un jardín de amapolas, topacios y orquídeas de inverosímiles tamaños, en donde se alcanzaban a ver coliflores envueltos en llamas, extrayendo en sus largos picos, piedras preciosas que recorrían con absolución todo el espectro de colores, aún hasta gamas desconocidas por el ojo del hombre.

Al terminar de bordar el terreno próximo, con extensos cordones de jardines, y cadenas de bosques tupidos de pinos y abedules, dirigió su dedo índice en dirección al consternado poeta. Columnas se levantaron a derecha e izquierda, eran largas cadenas de rocas verticales, que se estiraban como palmeras hasta formar un techo de cristales triangulares, coloreados por la delgada luz de los luceros. La mujer se acercó y tras de ella, las ramas de los extensos jardines se estiraron y se enredaron hasta formar una puerta imperial que parecía una persiana de plantas y hojas gigantescas, como anunciando una selva salvaje y secreta. Los coliflores se arremolinaron en las dos vértebras principales de las enredaderas, y crearon una suerte de antorchas flameantes, con piedras preciosas incrustadas en sus bases, tales antorchas evidentemente pretendían custodiar la entrada con ardientes llamaradas de luz. La mujer con un gesto teatral, levantó al hombre del interior de la arena y lo descargó sobre una hamaca fosforescente, que estaba amarrada al final de lo que ahora era un enorme castillo selvático y difuso. De los pasillos principales emanaron colosales pinturas que simulaban cielos y universos paralelos, cavando también ventanales que transmitían una envidiable vista de las estrellas más lejanas. La mujer pronunció otra palabra desconocida, y una fuente salió de las entrañas de la luna con un ángel acurrucándose entre sus dos alas, con una mirada gris y similar a la de la onírica dama, pues también carecía de los aspectos básicos de la ordinaria mirada humana. Daba la impresión de ser una entidad errante, alada por la desgracia, convertida en piedra por una maldición milenaria, desconocida, acongojada por su cruel destino. Entre sus manos sostenía un plato de arcilla que recibía el agua que manaba desde sus ojos vacíos, como si su llanto fuese eterno e incomprensible.


El poeta ilusionado por las gratitudes del universo, sintió una sed que le asfixiaba la voz, y exclamó entre balbuceos: ¡Agua, agua, alimento, agua!... ¡Con razón los coliflores!... ¡con razón los jardines!...¡Voy a beber hasta saciarme por completo!... El silencio rompió en sí mismo, produciendo un sonido ensordecedor y claustrofóbico. El aura de la desilusión se apoderó de la mujer, que cayó debilitada de inmediato, y sus ojos se oscurecieron hasta parecer pozos invencibles de oscuridad. Los ojos de la estatua se mutaron en terribles esferas de fuego, y a continuación el ambiente perdió su paz, como si algo se hubiese roto y emitido un crujido tan fuerte, que todo lo que la frágil mujer había construido se desvanecía también con la misma finura y delicadeza que la caracterizaba. Parecía que todo hubiese estado hecho de papel, y enfáticamente, del tejido glandular que compone también a los sueños humanos: los jardines se consumieron en las llamas que por momentos parecían también tener rostro. Seguían la orden de algo superior e incognoscible, la multitud de coliflores fueron los artífices del descarado incendio, y terminaron por consumirse también a sí mismos. El techo de cristal enseguida se difuminó en mil pedazos que se perdían en el abismo de la oscuridad, y las columnas regresaron a las profundas cavernas de donde se habían erguido, desapareciendo con ellas las pinturas y las ventanas. La hamaca en la que reposaba el taciturno escribidor, se transformó en una incómoda roca que lo lastimaba.


Con toda la tristeza del mundo sobre su espalda, corrió hacia la mujer con el deseo purísimo de salvarla, pues ya habían cesado los espeluznantes estruendos. Pero al arrodillarse al lado de ella, comprobó que ya había sido inmovilizada por el látigo de la muerte; la pureza de la salvación se había tardado demasiado en formar la acción correcta, simplemente porque las sensaciones del poeta no correspondieron oportunamente con los sucesos físicos, craso error científico, el miedo lo había paralizado, el miedo había vencido. Escuchó de nuevo la dulce voz de la luna, que le decía llena de angustia: “No acepto deseos, ni seres que deseen, todo deseo es muestra de la caída del hombre, siempre compruebo que el destino del mundo, es la espiral infernal de sus pasiones”. La mujer fue consumida por la vasta arena que se amarraba a la luna, y al ultimar por el rostro, con los ojos cerrados y los labios ahora violáceos, pronunció otra palabra desconocida, justo antes de ser devorada por las fauces del satélite plateado, palabra que ésta vez el poeta, alcanzó a deducir con seguridad: Iesod. Concibió el pensamiento de que la falta de virtudes había hecho que todo se desvaneciera, la inmundicia de sus sensaciones humanas y el hábito secular de la rutina y el miedo que ésta engendra, lo habían proyectado a una caída libre sin fin, mirando cómo la gloria de su mayor sueño se enterraba en la distancia. Dando vueltas en el espiral de esa idea atroz, regresó al bosque, en donde había ejecutado quizás, una de las pocas conversaciones lunares, que se han gestado desde el inicio de los tiempos; desde entonces en sus nocturnos sueños solitarios, siempre aparece esa mujer frágil y vaporosa, de delicada belleza, que juega a formar casas, jardines, bosques y fuentes, en las silenciosas fases de su descanso, a la cual nunca puede retener, a la cual nunca puede abrazar y de la que sospecha con muchísima tristeza, que en última instancia, no existe. 

martes, 27 de marzo de 2018

Los inviernos de Helena:

Fotografía: Sergio Luis



Hecha pedazos intentaba armar el rompecabezas de su trémula historia, pero siempre encontraba fichas que no encajaban, rotas o intrusas, que pertenecían a otros remotos lugares, en los que quizás, ella siempre había querido estar, pero su espíritu le colocaba fielmente la mano en el hombro, diciéndole: "Allí no perteneces, cual rota ficha no encajas". Salía entonces a recorrer los grises laberintos de una ciudad cenicienta, invernal, daba círculos viciosos por sus avenidas preferidas, abrazada a los corrientes hábitos del cigarrillo, para calmar el frío, sentía que a sí mismo la vida también nos consumía, nos pisoteaba y terminaba por olvidarnos. La lluvia golpeaba con severidad sus tardes, y la poca valentía que la habitaba, la utilizaba para traspasar el humo que se levantaba del tumultuoso tráfico, y de las imponentes fábricas, que como vampiros metálicos, mordían a la naturaleza. La música de su dolor silenciaba por momentos a la ciudad, a las sirenas y a los insoportables gritos de los conductores, las gentes conversaban entre sí y parecían interpretar sus canciones; alzaba la vista lentamente al cielo, cuando ya estaba cansada de los muros y de las ventanas deshabitadas; y allí estaba, su fiel compañera, una mecánica nube negra que nunca se disolvía, eternizando el riguroso canon de su nostalgia. Escapando de sí misma solo lograba aproximarse más, a la terrible comprensión que la inquietaba eléctricamente desde la infancia, comprensión que la hacía derrumbarse en llanto durante horas, incluso días, esa de que el mundo giraba como una rueda de la fortuna, azarosa e imprecisa, increíblemente cruel, en donde nadie tenía nada comprado, en donde todas las seguridades no eran más que irónicas carcajadas del destino. Cuando llegaba su turno de impulsar la gélida manivela, todos los cubículos desaparecían, y todos los premios también se esfumaban. En tinieblas quedaba todo lo que alguna vez hubiese tenido un vestigio de luz, de color y de armonía. Entonces seguía en su oscura odisea, internándose lejos de todo, saltando los hologramas de sus tragedias, colándose por los insospechados caminos de sus pensamientos; en sus ojos había una fuente de agua y de sal que no se extinguía, y por la que siempre creía deslizarse a lugares un poco más seguros. No obstante las artesanías de la soledad, habían creado una jaula de sueños absolutos y travesías inconclusas, y en la fatiga que produce la ilusión excesiva, había intentado escapar por los espeluznantes áticos del insomnio, sin embargo siempre se topaba con un espejo de coloridos vidrios, que la reflejaba con el rostro cicatrizado por el agua del llanto, y volvía a caer paralizada y se desarmaba nuevamente por completo. Helena, siempre tuvo la certeza de que la felicidad era un mito, otra absurda invención humana, creada para aplacar los profundos latidos de la desesperación social. En sus temblorosas visiones la ciudad ardía en llamas, y el humo se extendía y se ensamblaba a su nube, como si fuese ella la promotora de aquél fuego liberador, pero a la vez íntimo, personal. Sorprendida veía cómo las flamas no la lastimaban y la ascendían, parecía que había adquirido la gloriosa inmunidad de la tristeza. Su sufrimiento la había coronado, su dolor la había divinizado. En su nube partió a un mundo no menos infame que el nuestro, y en ese recoveco desubicado del universo, honran a una diosa que entre llamas siempre está llorando, sus lágrimas cicatrizan las más violentas heridas del alma, y en su honor la gente arma complejos rompezabezas de valor indescifrable. 

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