Fotografía: Essel Browning
El poeta había decidido desde hace muchísimos años, cuando deslizó por
primera vez el lápiz sobre la inmaculada blancura del papel, todavía con la
máscara de la juventud y la lozanía sobre su rostro, vivir con gran comodidad, en algún
momento de su inestable vida, en la arena platinada de la inaudita luna;
escribiendo sonetos y canciones siderales, que se grabarían en las grutas de
estrellas que recorrían el espacio de punta a punta, con la pulida maestría del
ensueño, que era fiel artesano de ilusiones varias. Para lograr tan
extravagante e iluso objetivo, el rapsoda entabló una amistosa conversación con
ella, en una pálida noche en la que toda la geometría de su circunferencia
resplandecía, como un enorme diamante de sangre, hiriendo los agrietados pulmones
de la oscuridad; el letrado hombrecillo, ejecutando maniobras poéticas y
extraños rituales de palabras en idiomas muertos, que ahora yacen en las
estanterías polvorientas de las bibliotecas más absurdas, logró que el gran astro
de queso, articulara en un instante de suerte un idioma nostálgico, que solo un
escritor equilibrado, podría comprender a la perfección semántica. La luna
narraba con una voz acaramelada, lentas historias de enamorados, de gárgolas insomnes
y de entristecidos seres que se acunaban con regularidad, entre las
sombras que producían las estatuas expuestas a su azul luz crepuscular, que
ella misma definía como cálida, dulce y amigable. La azulada luz bañaba por completo los
solitarios parques, mientras que la oscuridad hacía de las suyas, coronando con
gloria el firmamento infinito, que se pronunciaba hasta el fondo mismo de la
creación hueca de un Dios mágico, cuyo nombre está grabado en los átomos giratorios de todo lo que existe. Conmovido por sus recuerdos, y por la descomunal soledad
que mordía a la luna con gusto, como si se tratase de una exquisita manzana de
plata, fruto prohibido y perdido en la abismal noche, logró y acertó en una de
las ejecuciones de sus acertijos y movimientos mágicos (extraídos minuciosamente
de un libro al que le faltaban varias páginas), pellizcar la idea correcta y
exprimir su síntesis; entendiéndola como perfecta y precisa, tan redonda como
la luna misma. El aprendiz empezó pues su monólogo, hechizado por las pócimas de la tristeza, descubriendo
durante unos segundos, la anhelada salida del espinoso laberinto de la melancolía, que
lo había cercado por largos años, de extenso e imparable sufrimiento.
El poeta, le propuso abiertamente que le permitiera fabricar una pequeña
y humilde buhardilla, utilizando sus rocas platinadas y su arena del color del
cobre. También le dijo que todas las cosas que escribiría allí, serían
argolladas en su honor y para su gloria eterna. Sin embargo, la luna le
advirtió que allí no se dormía nunca, y que carecía de la fertilidad correspondiente
para la correcta alimentación humana. El poeta, casi ofendido, le recalcó que
él se había alimentado de su azulada luz durante largos periodos de
aislamiento y desvelo, y que, de algún modo, había sido ese el motor para
transmutar todas sus angustias cotidianas, en experimentos astrales que en
soluciones últimas, lo habían hecho toparse con aquél libro sagrado y mágico. La luna,
con la arrogancia que le ofrecía la inmensidad nocturna de la que se adueñaba
como una deslumbrante zarina, formó un rostro entre sus cráteres y manchas, configurando
sus rocas y sus aristas, como si un cincel invisible estuviese haciendo
contacto con la superficie satelital, que en capas concéntricas, protegía su misterioso
núcleo grisáceo; dos esferas ovaladas brotaron arriba de unos escuálidos labios
grises, que emprendían el camino hacia una nariz de nieve, larga y recta, al tiempo que una
lengua del color brillante del metal, jugueteaba al interior de la garganta hecha de cobriza arena y de oscuridad indeleble. Sorprendido, el poeta clavó sus rodillas en el
suelo, como si el mundo yaciera ahora sobre sus espaldas, pues hasta ese instante,
la conversación solo había sido coordinada por la telepatía. Con valentía y
aferrándose a las teorías y a los tratados de la ignorancia, levantó los ojos
al firmamento perforado por estrellas y lejanos mundos inhóspitos, para ver
directamente a los ojos de la luna, que estaban manchados por el mismo color de
la sangre que se pasaba por sus venas y lo mantenía vivo. Eran unos ojos que carecían
de retina, de iris y de pupila, lo cual le daba un aspecto monstruoso para
cualquiera que todavía estuviera encapsulado, en los incoherentes cánones de la
belleza humana. No obstante a él, esa anormal y extravagante anatomía, le
conmovía el corazón y le arañaba las fibras emocionales más delicadas,
produciendo el mismo sonido del llanto de una carcomida guitarra, que ilusionada anhela encontrar
una voz propia. Con su lengua metálica chocando contra lo que parecía ser una
gruta de ecos de inigualable frío, la luna comenzó a cantar canciones que
hablaban de los sueños y de la sustancia pura de la melancolía. Por su parte el
poeta, como consumido por una fuerza astral y tempestuosa, se puso de pie y empezó a
bailar entre los árboles que custodiaban sus ritos y sus conjuros, entregándose
a un ritmo desconocido. Empezó a notar que se alejaba de una gravedad, y que se
deshacía de un terrible peso, como si su cuerpo estuviera desintegrándose en el
interior de esa luz azul que se derramaba a lo largo y ancho de todo el bosque.
Vio cómo su piel se iba diluyendo pausadamente, dejando los músculos descubiertos,
que no tardaron también en difuminarse y, al igual que sus huesos,
desaparecieron, dejándolo en un estado de total parálisis corpórea. Ahora solo
existía una sola cosa, compuesta por una tripleta de instrumentos psíquicos: su
mente, sus recuerdos y su enrarecida magia.
Comprendió entonces que el universo era una reproducción arquitectónica
de sus cavidades neuronales y atómicas, y que por lo tanto, todo lo que existía
en el exterior estaba enraizado en los jardines imperiales de los mundos
internos. Recordó toda su vida, los primeros paseos rurales de la mano de su
padre, el olor que producía el campo cuando su abuelo cortaba el trigo en los
días de ardiente sol, el sabor del helado escolar en los atardeceres heridos y
rojos, la música épica de sus largometrajes favoritos, y la orquesta de grillos
que se reunían puntualmente al lado de su casa, para entonar maltratados
silbidos hasta altas horas de la noche. Una vez que se esfumó en transparencias azules del bosque, y de lo que siempre él había conocido como el mundo,
atravesó a la velocidad de la luz la distancia que lo separaba de lo que él
creía, era su hogar natal y eterno. Poco a poco, sintió el peso de los huesos, de
los músculos y de la piel que regresaban y rediseñaban su aspecto de hombre
consumido. Sintió una punzada en la columna vertebral que le recorrió todo el
sistema nervioso, y se despertó entre terribles alteraciones musculares; se vio a sí
mismo desplomado sobre la arena lunar, con una increíble vista al planeta que
lo vio nacer, como si estuviese recostado en una playa rodeada por un inmenso océano
negro. En esa visión inmarcesible, asimiló al mundo como una pastilla de agua y
de tierra, que se perdía como una ínfima partícula de polvo, en el territorio
infinito del cosmos.
Pasados algunos minutos de esa primordial estupefacción, pasó a sentir un
terrible temblor impreciso, un calambre mental que le rayaba el cerebro. Ahora parecía que la luna estuviese siendo sacudida dentro de una enorme bola de cristal, que
contenía todos los sueños del mundo, todo lo que existe y todo lo que podría llegar a existir; su corazón
se estremeció y todas sus emociones se envenenaron con el ardiente vino del
caos y de la desesperación. El rostro que la luna había formado en su superficie,
se desfiguró hasta desaparecer, y de la arena temblorosa comenzó a emerger la
silueta elástica y débil de una mujer, que caía y se levantaba, se levantaba y
caía, como una tenue lluvia que no podía cobrar firmeza ni mucho menos forma. Cesado
ya el terrible movimiento de la luna, una inmensa capa de arena se levantó como
una ola dorada por sobre la cabeza asombrada del poeta, y cayó sobre él como
una violenta avalancha de maíz, sepultando la mitad de su cuerpo. Cuando ya toda la
arena se había derramado, dejándolo prácticamente inmóvil, se dignó a girar la
vista, y advirtió que a su lado izquierdo yacía una mujer fotocopiada de la morfología
divina de los ángeles, que generalmente estaban grabados en los ángulos
luminarios de las iglesias góticas de su pueblo de antaño; en su memoria se abrieron paso fotogramas imprecisos de su infancia. Los ojos cerrados de aquella extraña mujer, resaltaban unas pesadas pestañas del color del azabache, y su nariz diminuta y
rosada le producía una sensación de inigualable paz, dos labios gruesos del
color del fuego le bordaban un mentón perfectamente redondo, y el cabello se le
repartía como una lluvia de sedas enrojecidas, que al finalizar su caída, le
acariciaban unos delicados hombros y unos frutales senos. Mientras que el delgado cuerpo cubierto
por enormes constelaciones de lunares discontinuos, parecía fundirse también con
la palidez de la arena satelital. Al terminar la contemplación minuciosa, la
mujer abrió despacio los ojos, y reveló los mismos globos oculares ensangrentados
y carentes de cualquier vestigio de humanidad, que había formado anteriormente para sí misma la luna. Se levantó como si hubiese
dormido por siglos inabarcables, y pronunció una palabra desconocida que
conjuró una estela de tranquilidad y de paz en todo el ambiente. El asustadizo
poeta, intentó desenterrar la mitad de su cuerpo de la arena, y ese y todos los
intentos que le precedieron, fueron vastamente inútiles. La irreverencial paz con
que parecía estar vestida la mujer, contrastaba con la desesperación inminente
del poeta. La extraña ilusión, no le dirigió la vista, ni la palabra, aunque él
hiciera columnas de preguntas desesperadas que terminaban cavando su propia
tumba en el nicho sepulcral del silencio, y fue ese mismo silencio el que después de un rato, terminó por
tranquilizarlo. La frágil mujer levitó con facilidad, como jugueteando con el aire, extendió sus delgados brazos y abrió las palmas de sus manos, de las que parecían desprenderse variadas luces de colores; comenzó pues a señalar
lugares, con un azar inminente; cada sitio que señalaba se convertía en un
jardín de amapolas, topacios y orquídeas de inverosímiles tamaños, en donde se alcanzaban a ver
coliflores envueltos en llamas, extrayendo en sus largos picos, piedras
preciosas que recorrían con absolución todo el espectro de colores, aún hasta gamas
desconocidas por el ojo del hombre.
Al terminar de bordar el terreno próximo, con extensos cordones de
jardines, y cadenas de bosques tupidos de pinos y abedules, dirigió su dedo
índice en dirección al consternado poeta. Columnas se levantaron a derecha e
izquierda, eran largas cadenas de rocas verticales, que se estiraban como
palmeras hasta formar un techo de cristales triangulares, coloreados por la
delgada luz de los luceros. La mujer se acercó y tras de ella, las ramas de los
extensos jardines se estiraron y se enredaron hasta formar una puerta imperial
que parecía una persiana de plantas y hojas gigantescas, como anunciando una
selva salvaje y secreta. Los coliflores se arremolinaron en las dos vértebras
principales de las enredaderas, y crearon una suerte de antorchas flameantes, con piedras preciosas incrustadas en sus bases, tales antorchas evidentemente pretendían custodiar la entrada con ardientes llamaradas de luz. La mujer con un
gesto teatral, levantó al hombre del interior de la arena y lo descargó sobre
una hamaca fosforescente, que estaba amarrada al final de lo que ahora era un
enorme castillo selvático y difuso. De los pasillos principales emanaron
colosales pinturas que simulaban cielos y universos paralelos, cavando también
ventanales que transmitían una envidiable vista de las estrellas más lejanas. La
mujer pronunció otra palabra desconocida, y una fuente salió de las entrañas de
la luna con un ángel acurrucándose entre sus dos alas, con una mirada gris y
similar a la de la onírica dama, pues también carecía de los aspectos básicos de
la ordinaria mirada humana. Daba la impresión de ser una entidad errante, alada por la
desgracia, convertida en piedra por una maldición milenaria, desconocida, acongojada por su cruel destino. Entre sus manos sostenía un plato de
arcilla que recibía el agua que manaba desde sus ojos vacíos, como si su llanto
fuese eterno e incomprensible.
El poeta ilusionado por las gratitudes del universo, sintió una sed que
le asfixiaba la voz, y exclamó entre balbuceos: ¡Agua, agua, alimento, agua!... ¡Con razón los coliflores!... ¡con
razón los jardines!...¡Voy a beber hasta saciarme por completo!... El silencio rompió en sí mismo, produciendo un sonido
ensordecedor y claustrofóbico. El aura de la desilusión se apoderó de la mujer,
que cayó debilitada de inmediato, y sus ojos se oscurecieron hasta parecer
pozos invencibles de oscuridad. Los ojos de la estatua se mutaron en terribles
esferas de fuego, y a continuación el ambiente perdió su paz, como si algo se
hubiese roto y emitido un crujido tan fuerte, que todo lo que la frágil mujer
había construido se desvanecía también con la misma finura y delicadeza que la caracterizaba. Parecía
que todo hubiese estado hecho de papel, y enfáticamente, del tejido glandular que compone
también a los sueños humanos: los jardines se consumieron en las llamas que por momentos parecían también tener rostro. Seguían la
orden de algo superior e incognoscible, la multitud de coliflores fueron los
artífices del descarado incendio, y terminaron por consumirse también a sí
mismos. El techo de cristal enseguida se difuminó en mil pedazos que se perdían en el abismo de la oscuridad, y las columnas regresaron a
las profundas cavernas de donde se habían erguido, desapareciendo con ellas las
pinturas y las ventanas. La hamaca en la que reposaba el taciturno escribidor, se
transformó en una incómoda roca que lo lastimaba.
Con toda la tristeza del mundo sobre su espalda, corrió hacia la mujer
con el deseo purísimo de salvarla, pues ya habían cesado los espeluznantes estruendos. Pero al arrodillarse al lado de ella,
comprobó que ya había sido inmovilizada por el látigo de la muerte; la pureza
de la salvación se había tardado demasiado en formar la acción correcta,
simplemente porque las sensaciones del poeta no correspondieron oportunamente
con los sucesos físicos, craso error científico, el miedo lo había paralizado, el miedo había vencido. Escuchó de nuevo la dulce voz
de la luna, que le decía llena de angustia: “No acepto deseos, ni seres que
deseen, todo deseo es muestra de la caída del hombre, siempre compruebo que el
destino del mundo, es la espiral infernal de sus pasiones”. La mujer fue
consumida por la vasta arena que se amarraba a la luna, y al ultimar por el
rostro, con los ojos cerrados y los labios ahora violáceos, pronunció otra
palabra desconocida, justo antes de ser devorada por las fauces del satélite plateado,
palabra que ésta vez el poeta, alcanzó a deducir con seguridad: Iesod. Concibió el pensamiento de que la falta de virtudes había hecho
que todo se desvaneciera, la inmundicia de sus sensaciones humanas y el hábito
secular de la rutina y el miedo que ésta engendra, lo habían proyectado a una caída libre
sin fin, mirando cómo la gloria de su mayor sueño se enterraba en la distancia. Dando vueltas en el espiral de esa idea atroz, regresó al bosque, en donde
había ejecutado quizás, una de las pocas conversaciones lunares, que se han
gestado desde el inicio de los tiempos; desde entonces en sus nocturnos sueños solitarios,
siempre aparece esa mujer frágil y vaporosa, de delicada belleza, que juega a formar casas,
jardines, bosques y fuentes, en las silenciosas fases de su descanso, a la cual
nunca puede retener, a la cual nunca puede abrazar y de la que sospecha con
muchísima tristeza, que en última instancia, no existe.