jueves, 29 de marzo de 2018

Iesod, el nombre de la luna

Fotografía: Essel Browning



El poeta había decidido desde hace muchísimos años, cuando deslizó por primera vez el lápiz sobre la inmaculada blancura del papel, todavía con la máscara de la juventud y la lozanía sobre su rostro, vivir con gran comodidad, en algún momento de su inestable vida, en la arena platinada de la inaudita luna; escribiendo sonetos y canciones siderales, que se grabarían en las grutas de estrellas que recorrían el espacio de punta a punta, con la pulida maestría del ensueño, que era fiel artesano de ilusiones varias. Para lograr tan extravagante e iluso objetivo, el rapsoda entabló una amistosa conversación con ella, en una pálida noche en la que toda la geometría de su circunferencia resplandecía, como un enorme diamante de sangre, hiriendo los agrietados pulmones de la oscuridad; el letrado hombrecillo, ejecutando maniobras poéticas y extraños rituales de palabras en idiomas muertos, que ahora yacen en las estanterías polvorientas de las bibliotecas más absurdas, logró que el gran astro de queso, articulara en un instante de suerte un idioma nostálgico, que solo un escritor equilibrado, podría comprender a la perfección semántica. La luna narraba con una voz acaramelada, lentas historias de enamorados, de gárgolas insomnes y de entristecidos seres que se acunaban con regularidad, entre las sombras que producían las estatuas expuestas a su azul luz crepuscular, que ella misma definía como cálida, dulce y amigable. La azulada luz bañaba por completo los solitarios parques, mientras que la oscuridad hacía de las suyas, coronando con gloria el firmamento infinito, que se pronunciaba hasta el fondo mismo de la creación hueca de un Dios mágico, cuyo nombre está grabado en los átomos giratorios de todo lo que existe. Conmovido por sus recuerdos, y por la descomunal soledad que mordía a la luna con gusto, como si se tratase de una exquisita manzana de plata, fruto prohibido y perdido en la abismal noche, logró y acertó en una de las ejecuciones de sus acertijos y movimientos mágicos (extraídos minuciosamente de un libro al que le faltaban varias páginas), pellizcar la idea correcta y exprimir su síntesis; entendiéndola como perfecta y precisa, tan redonda como la luna misma. El aprendiz empezó pues su monólogo, hechizado por las pócimas de la tristeza, descubriendo durante unos segundos, la anhelada salida del espinoso laberinto de la melancolía, que lo había cercado por largos años, de extenso e imparable sufrimiento.

El poeta, le propuso abiertamente que le permitiera fabricar una pequeña y humilde buhardilla, utilizando sus rocas platinadas y su arena del color del cobre. También le dijo que todas las cosas que escribiría allí, serían argolladas en su honor y para su gloria eterna. Sin embargo, la luna le advirtió que allí no se dormía nunca, y que carecía de la fertilidad correspondiente para la correcta alimentación humana. El poeta, casi ofendido, le recalcó que él se había alimentado de su azulada luz durante largos periodos de aislamiento y desvelo, y que, de algún modo, había sido ese el motor para transmutar todas sus angustias cotidianas, en experimentos astrales que en soluciones últimas, lo habían hecho toparse con aquél libro sagrado y mágico. La luna, con la arrogancia que le ofrecía la inmensidad nocturna de la que se adueñaba como una deslumbrante zarina, formó un rostro entre sus cráteres y manchas, configurando sus rocas y sus aristas, como si un cincel invisible estuviese haciendo contacto con la superficie satelital, que en capas concéntricas, protegía su misterioso núcleo grisáceo; dos esferas ovaladas brotaron arriba de unos escuálidos labios grises, que emprendían el camino hacia una nariz de nieve, larga y recta, al tiempo que una lengua del color brillante del metal, jugueteaba al interior de la garganta hecha de cobriza arena y de oscuridad indeleble. Sorprendido, el poeta clavó sus rodillas en el suelo, como si el mundo yaciera ahora sobre sus espaldas, pues hasta ese instante, la conversación solo había sido coordinada por la telepatía. Con valentía y aferrándose a las teorías y a los tratados de la ignorancia, levantó los ojos al firmamento perforado por estrellas y lejanos mundos inhóspitos, para ver directamente a los ojos de la luna, que estaban manchados por el mismo color de la sangre que se pasaba por sus venas y lo mantenía vivo. Eran unos ojos que carecían de retina, de iris y de pupila, lo cual le daba un aspecto monstruoso para cualquiera que todavía estuviera encapsulado, en los incoherentes cánones de la belleza humana. No obstante a él, esa anormal y extravagante anatomía, le conmovía el corazón y le arañaba las fibras emocionales más delicadas, produciendo el mismo sonido del llanto de una carcomida guitarra, que ilusionada anhela encontrar una voz propia. Con su lengua metálica chocando contra lo que parecía ser una gruta de ecos de inigualable frío, la luna comenzó a cantar canciones que hablaban de los sueños y de la sustancia pura de la melancolía. Por su parte el poeta, como consumido por una fuerza astral y tempestuosa, se puso de pie y empezó a bailar entre los árboles que custodiaban sus ritos y sus conjuros, entregándose a un ritmo desconocido. Empezó a notar que se alejaba de una gravedad, y que se deshacía de un terrible peso, como si su cuerpo estuviera desintegrándose en el interior de esa luz azul que se derramaba a lo largo y ancho de todo el bosque. Vio cómo su piel se iba diluyendo pausadamente, dejando los músculos descubiertos, que no tardaron también en difuminarse y, al igual que sus huesos, desaparecieron, dejándolo en un estado de total parálisis corpórea. Ahora solo existía una sola cosa, compuesta por una tripleta de instrumentos psíquicos: su mente, sus recuerdos y su enrarecida magia.

Comprendió entonces que el universo era una reproducción arquitectónica de sus cavidades neuronales y atómicas, y que por lo tanto, todo lo que existía en el exterior estaba enraizado en los jardines imperiales de los mundos internos. Recordó toda su vida, los primeros paseos rurales de la mano de su padre, el olor que producía el campo cuando su abuelo cortaba el trigo en los días de ardiente sol, el sabor del helado escolar en los atardeceres heridos y rojos, la música épica de sus largometrajes favoritos, y la orquesta de grillos que se reunían puntualmente al lado de su casa, para entonar maltratados silbidos hasta altas horas de la noche. Una vez que se esfumó en transparencias azules del bosque, y de lo que siempre él había conocido como el mundo, atravesó a la velocidad de la luz la distancia que lo separaba de lo que él creía, era su hogar natal y eterno. Poco a poco, sintió el peso de los huesos, de los músculos y de la piel que regresaban y rediseñaban su aspecto de hombre consumido. Sintió una punzada en la columna vertebral que le recorrió todo el sistema nervioso, y se despertó entre terribles alteraciones musculares; se vio a sí mismo desplomado sobre la arena lunar, con una increíble vista al planeta que lo vio nacer, como si estuviese recostado en una playa rodeada por un inmenso océano negro. En esa visión inmarcesible, asimiló al mundo como una pastilla de agua y de tierra, que se perdía como una ínfima partícula de polvo, en el territorio infinito del cosmos.

Pasados algunos minutos de esa primordial estupefacción, pasó a sentir un terrible temblor impreciso, un calambre mental que le rayaba el cerebro. Ahora parecía que la luna estuviese siendo sacudida dentro de una enorme bola de cristal, que contenía todos los sueños del mundo, todo lo que existe y todo lo que podría llegar a existir; su corazón se estremeció y todas sus emociones se envenenaron con el ardiente vino del caos y de la desesperación. El rostro que la luna había formado en su superficie, se desfiguró hasta desaparecer, y de la arena temblorosa comenzó a emerger la silueta elástica y débil de una mujer, que caía y se levantaba, se levantaba y caía, como una tenue lluvia que no podía cobrar firmeza ni mucho menos forma. Cesado ya el terrible movimiento de la luna, una inmensa capa de arena se levantó como una ola dorada por sobre la cabeza asombrada del poeta, y cayó sobre él como una violenta avalancha de maíz, sepultando la mitad de su cuerpo. Cuando ya toda la arena se había derramado, dejándolo prácticamente inmóvil, se dignó a girar la vista, y advirtió que a su lado izquierdo yacía una mujer fotocopiada de la morfología divina de los ángeles, que generalmente estaban grabados en los ángulos luminarios de las iglesias góticas de su pueblo de antaño; en su memoria se abrieron paso fotogramas imprecisos de su infancia. Los ojos cerrados de aquella extraña mujer, resaltaban unas pesadas pestañas del color del azabache, y su nariz diminuta y rosada le producía una sensación de inigualable paz, dos labios gruesos del color del fuego le bordaban un mentón perfectamente redondo, y el cabello se le repartía como una lluvia de sedas enrojecidas, que al finalizar su caída, le acariciaban unos delicados hombros y unos frutales senos. Mientras que el delgado cuerpo cubierto por enormes constelaciones de lunares discontinuos, parecía fundirse también con la palidez de la arena satelital. Al terminar la contemplación minuciosa, la mujer abrió despacio los ojos, y reveló los mismos globos oculares ensangrentados y carentes de cualquier vestigio de humanidad, que había formado anteriormente para sí misma la luna. Se levantó como si hubiese dormido por siglos inabarcables, y pronunció una palabra desconocida que conjuró una estela de tranquilidad y de paz en todo el ambiente. El asustadizo poeta, intentó desenterrar la mitad de su cuerpo de la arena, y ese y todos los intentos que le precedieron, fueron vastamente inútiles. La irreverencial paz con que parecía estar vestida la mujer, contrastaba con la desesperación inminente del poeta. La extraña ilusión, no le dirigió la vista, ni la palabra, aunque él hiciera columnas de preguntas desesperadas que terminaban cavando su propia tumba en el nicho sepulcral del silencio, y fue ese mismo silencio el que después de un rato, terminó por tranquilizarlo. La frágil mujer levitó con facilidad, como jugueteando con el aire, extendió sus delgados brazos y abrió las palmas de sus manos, de las que parecían desprenderse variadas luces de colores; comenzó pues a señalar lugares, con un azar inminente; cada sitio que señalaba se convertía en un jardín de amapolas, topacios y orquídeas de inverosímiles tamaños, en donde se alcanzaban a ver coliflores envueltos en llamas, extrayendo en sus largos picos, piedras preciosas que recorrían con absolución todo el espectro de colores, aún hasta gamas desconocidas por el ojo del hombre.

Al terminar de bordar el terreno próximo, con extensos cordones de jardines, y cadenas de bosques tupidos de pinos y abedules, dirigió su dedo índice en dirección al consternado poeta. Columnas se levantaron a derecha e izquierda, eran largas cadenas de rocas verticales, que se estiraban como palmeras hasta formar un techo de cristales triangulares, coloreados por la delgada luz de los luceros. La mujer se acercó y tras de ella, las ramas de los extensos jardines se estiraron y se enredaron hasta formar una puerta imperial que parecía una persiana de plantas y hojas gigantescas, como anunciando una selva salvaje y secreta. Los coliflores se arremolinaron en las dos vértebras principales de las enredaderas, y crearon una suerte de antorchas flameantes, con piedras preciosas incrustadas en sus bases, tales antorchas evidentemente pretendían custodiar la entrada con ardientes llamaradas de luz. La mujer con un gesto teatral, levantó al hombre del interior de la arena y lo descargó sobre una hamaca fosforescente, que estaba amarrada al final de lo que ahora era un enorme castillo selvático y difuso. De los pasillos principales emanaron colosales pinturas que simulaban cielos y universos paralelos, cavando también ventanales que transmitían una envidiable vista de las estrellas más lejanas. La mujer pronunció otra palabra desconocida, y una fuente salió de las entrañas de la luna con un ángel acurrucándose entre sus dos alas, con una mirada gris y similar a la de la onírica dama, pues también carecía de los aspectos básicos de la ordinaria mirada humana. Daba la impresión de ser una entidad errante, alada por la desgracia, convertida en piedra por una maldición milenaria, desconocida, acongojada por su cruel destino. Entre sus manos sostenía un plato de arcilla que recibía el agua que manaba desde sus ojos vacíos, como si su llanto fuese eterno e incomprensible.


El poeta ilusionado por las gratitudes del universo, sintió una sed que le asfixiaba la voz, y exclamó entre balbuceos: ¡Agua, agua, alimento, agua!... ¡Con razón los coliflores!... ¡con razón los jardines!...¡Voy a beber hasta saciarme por completo!... El silencio rompió en sí mismo, produciendo un sonido ensordecedor y claustrofóbico. El aura de la desilusión se apoderó de la mujer, que cayó debilitada de inmediato, y sus ojos se oscurecieron hasta parecer pozos invencibles de oscuridad. Los ojos de la estatua se mutaron en terribles esferas de fuego, y a continuación el ambiente perdió su paz, como si algo se hubiese roto y emitido un crujido tan fuerte, que todo lo que la frágil mujer había construido se desvanecía también con la misma finura y delicadeza que la caracterizaba. Parecía que todo hubiese estado hecho de papel, y enfáticamente, del tejido glandular que compone también a los sueños humanos: los jardines se consumieron en las llamas que por momentos parecían también tener rostro. Seguían la orden de algo superior e incognoscible, la multitud de coliflores fueron los artífices del descarado incendio, y terminaron por consumirse también a sí mismos. El techo de cristal enseguida se difuminó en mil pedazos que se perdían en el abismo de la oscuridad, y las columnas regresaron a las profundas cavernas de donde se habían erguido, desapareciendo con ellas las pinturas y las ventanas. La hamaca en la que reposaba el taciturno escribidor, se transformó en una incómoda roca que lo lastimaba.


Con toda la tristeza del mundo sobre su espalda, corrió hacia la mujer con el deseo purísimo de salvarla, pues ya habían cesado los espeluznantes estruendos. Pero al arrodillarse al lado de ella, comprobó que ya había sido inmovilizada por el látigo de la muerte; la pureza de la salvación se había tardado demasiado en formar la acción correcta, simplemente porque las sensaciones del poeta no correspondieron oportunamente con los sucesos físicos, craso error científico, el miedo lo había paralizado, el miedo había vencido. Escuchó de nuevo la dulce voz de la luna, que le decía llena de angustia: “No acepto deseos, ni seres que deseen, todo deseo es muestra de la caída del hombre, siempre compruebo que el destino del mundo, es la espiral infernal de sus pasiones”. La mujer fue consumida por la vasta arena que se amarraba a la luna, y al ultimar por el rostro, con los ojos cerrados y los labios ahora violáceos, pronunció otra palabra desconocida, justo antes de ser devorada por las fauces del satélite plateado, palabra que ésta vez el poeta, alcanzó a deducir con seguridad: Iesod. Concibió el pensamiento de que la falta de virtudes había hecho que todo se desvaneciera, la inmundicia de sus sensaciones humanas y el hábito secular de la rutina y el miedo que ésta engendra, lo habían proyectado a una caída libre sin fin, mirando cómo la gloria de su mayor sueño se enterraba en la distancia. Dando vueltas en el espiral de esa idea atroz, regresó al bosque, en donde había ejecutado quizás, una de las pocas conversaciones lunares, que se han gestado desde el inicio de los tiempos; desde entonces en sus nocturnos sueños solitarios, siempre aparece esa mujer frágil y vaporosa, de delicada belleza, que juega a formar casas, jardines, bosques y fuentes, en las silenciosas fases de su descanso, a la cual nunca puede retener, a la cual nunca puede abrazar y de la que sospecha con muchísima tristeza, que en última instancia, no existe. 

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