viernes, 30 de junio de 2017

El teorema de los cínicos

El cinismo existe desde que existe el ser humano, el cinismo y el hombre son hermanos y, evidentemente el cinismo, es el hermano mayor: un gigante de la desgracia, una masa enorme que se mueve enloquecida por las ciudades, las calles, las familias y en última instancia, los corazones. Si hubiese que añadirle un nombre ficticio, Caín sería el adecuado, la pieza moldeada perfectamente para estructurar un eco semejante; Caín, de caer. Nosotros seríamos el inocente Abel, inocentes porque no hemos descubierto la raíz del mal en nosotros, ignorancia es igual a inocencia, de ahí las guerras, el mayor producto de la ignorancia. El primer cínico comió solo y dejó que su familia muriera de hambre, con la absurda excusa mental de que al poder llegar con la presa a casa, ya estarían todos muertos. El cinismo ama adelantarse a los acontecimientos, como un falso profeta experto en timos. El cinismo es la piedra angular de la democracia, el robo a los débiles, el abuso de los desamparados, las constantes pérdidas y fracturas de las dignidades, esas son precisamente sus características esenciales. Nos levantamos goteando desvergüenza, nos acostamos roseados por el perfume de la envidia y al otro día volvemos a entrar a la misma cáscara, para simular ser la misma yema, para parodiar el mismo núcleo, así profesamos nuestra fidelidad a la iglesia del cinismo. Nadie está conforme consigo mismo, y por eso existe el dinero, para dar esa absurda conformidad tan buscada, pero que tampoco el dinero brinda, aunque haya sido fabricado para eso; hasta esos límites puede llegar la fanfarrea humana, la vagabunda ciencia del hombre. Sin duda, el signo de pesos, es también una marca de los cínicos, tienen huellas por todos lados, manchas indelebles. Tenemos todo el tiempo del mundo para perder, nos encanta perder, caer, desvanecernos, desaparecer, eso es cínico, eso es cinismo en estado puro, esa fidelidad a la naturaleza, esa constancia y puntualidad con la muerte. En un mundo donde todo tiene que estar organizado, dispuesto, matemáticamente distribuido. Hasta dónde pueden llegar las congojas camufladas de gentilezas, las máscaras de las lágrimas,  el deseo de acapararlo todo y en últimas instancias no poseer realmente nada. Y si la muerte fuera impuntual, si estuviera tardando más de lo normal, si ya vieja, estuviese muy cansada de tanto andar, de tanto hablar, sin lograr decir nunca nada lógico para nosotros. Si la muerte fuera la madre perdida del cinismo que nos encierra... Y si, y si, y si el tiempo no fuese real, si los números no fuesen más, que vagos símbolos hallados por un idiota que los regó de un tropezón alrededor de un círculo siniestro, en donde cruces son señales. Cruces, imagínese usted, como si ya no tuviéramos suficientes, desde hace más de dos mil años, qué cinismo tan mayúsculo. Solo hace falta levantarse temprano en la mañana y ver los rostros que asoman desde las ventanas vecinas, para darse cuenta del terrible síndrome de la desesperación que coexiste en todos los niveles con el ser humano. Supongo que no soy el único que se encuentra en un estado de hastío complementario, paralelo a su vida, o ni tan paralelo, ya está tan fundido conmigo mismo, tan bien ensamblado a mis actividades cotidianas. Esta es sin duda la sociedad del cansancio, de la fatiga; las redes y la conectividad nos han hecho sumergirnos en las profundidades de un mar de apariencias, de egos, algunos queriendo escapar se sientan a ver la noche posados sobre orillas desiertas, pero cuando ven una ola venir, se dan cuenta que todo era un sueño, que esa ola era falsa y no se sabe cuál es la verdadera que les refrescará las plantas de los pies. Estamos perdiendo poco a poco todos nuestros sentidos, la vista con la insensibilidad a las desgracias ajenas, los oídos con ese ruido colectivo y mediático de informaciones distorsionadas y casi siempre amarillas, los oídos con esos silencios dizque diplomáticos, y el habla con esas opiniones tan acorraladas. Del trabajo a la casa y de la casa al trabajo, los más valientes agregan una escala terrible en la universidad, o una escala quizás más terrible con sus hijos o sus parejas. El tren de la costumbre nos arroya a todos, y he ahí el único momento que encontramos para dormir, para descansar de todos y de nosotros mismos, pero la muerte no llega. La esperanza es solo un fantasma cuyas sábanas están tinturadas de sangre inocente. Lo peor es que en estos tiempos a nadie se le ocurre nada, o por lo menos y para ser más exacto, a nadie se le ocurre nada bueno, realmente bueno. Todos estamos atascados, atorados en nuestras propias desgracias, es como un choque en cadena que promete no parar. La única salida es aparentemente expuesta por el arte, pero hasta el arte tiene tendencias al ensuciamiento, qué lastima. Recuerdo la maternal frase que decía que nada en este mundo es perfecto. Sin embargo, hay en el arte una mayor calidad y una cantidad extensa de ventanas y puertas.

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