La tenacidad de las circunstancias, la brevedad de los días, las lesiones que produce el tiempo, obligan al alma a desconectarse, de vez en cuando o de cuando en vez, del cuerpo y de la recursividad perpetua. Esa necesidad radica principalmente, en el antojo que surge desde el espíritu, de unirse a la totalidad de los pensamientos y abarcar con enojo o felicidad, los dolorosos universos que giran en torno a un mismo sufrimiento. Ese trance sublime de entrar a deshabitarse a uno mismo, de irse y no de quedarse, en términos espirituales, podría definirse como absolución y redención. Encuentra entonces el cuerpo, una comodidad inaudita en la sombras generales de los grises edificios, que se levantan como tenedores de cemento en la ciudades; encuentra el ser humano, una gentileza absurda en el tapete azabache que tienden los generosos árboles, en las lentas tardes de los meses solares de junio, julio y agosto.
"Dicen que a través de las palabras, el dolor se hace más tangible, que podemos mirarlo como a una criatura oscura, tanto más ajena a nosotros, cuanto más cerca la sentimos".
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