miércoles, 8 de febrero de 2017

Inconveniente Social

Versión corregida para Lorena Castaño:

Era una mañana soleada y las manecillas doradas de mi reloj, señalaban las ocho en punto. Estaba caminando a la oficina y el sol me caía ardiente sobre las manos. Sin duda, sería otro día de papeles sueltos y correos sin contestar. En mi camino me encuentro con un joven, de no más de unos veintitrés años que le caían sobre la espalda y los ojos, el cual, roba mi atención y con la misma ansiedad del segundero de mi reloj, recibía en sus manos el diario gratuito ADN. Una repartidora se lo hace llegar con una sonrisa a las manos, que también parecen arder como las mías. El joven apresurado lo recibe con un rostro frío pero expectante, sus manos también estaban bañadas por el sol matutino. Se moja la yema de los dedos y se adelanta unos pasos sobre mi persona y también en las hojas del diario, que quedan marcadas con saliba. El semáforo se detiene en la luz roja y él se detiene en la sección del horóscopo. Parece ser un supuesto "Piscis" por su impaciencia. Veo que sonríe y pasa la calle rápido antes de que el semáforo abandone el color amarillo, una moto pasa muy cerca y le propina un insulto, él continua sonriendo. Parece ser que la suerte ahora está de su lado. Sé que todo se trata de la ilusión subliminal que le proporcionó el diario, en palabras seleccionadas al azar. Pobre hombre, pienso entre risas. Mientras veo cómo lo recibe una mujer al final de unas escaleras, a la cual escucho decir con alegría el nombre de Fabio. Se abrazan y yo sigo mi camino. El día se diluye y vuelvo a casa. Al otro día veo en las noticias del mismo diario gratuito, en letras grandes y gruesas: "Hombre gana el premio mayor y pierde su billete de la suerte". Abajo en el primer párrafo dice que Fabio Carrasco, era su nombre y que la siguiente era su historia. Sonrío y sigo sin creer en los horóscopos. De alguna forma, la felicidad no puede ser en ningún caso una cifra, ni un destino. Ser feliz, es un hecho genético, algo con lo que se nace y con lo que se muere.

El arte de olvidar

En una película de izquierda, de contenido vengativo, dice el revolucionario protagonista que el artista miente para decir la verdad. Y es fundamentalmente cierto. El arte, como una máscara telar, cubre la verdad con un manto dorado de observaciones y variables: todos los destinos se ponen cita en ese descubrimiento. Olvidamos porque tememos recordar, recordamos porque no queremos olvidar. Nos hemos designado nombres distintos, en lo posible, para memorizar a nuestros padres que al final de nuestras vidas también son olvidados. 

La mujer que amaba decir no

Fotografía: Leo Berne




Las agujas del destino señalaban las tres de la tarde, y la mujer que amaba decir no, le había dicho sí, a un trabajo de poca monta y mal pago, en donde su oficio era y cito: "Entregar respuestas pertinentes a gente que está a punto de suicidarse". Necesitaba ocupar su mente en algo más que encender las velas de los veintitrés funerales de sus hermanas, sus tíos, y varios de sus amigos de copas. Y pues qué mejor que ocuparla escuchando por última vez, la voz quejumbrosa, de alguien que iba, o bueno, de alguien que en teoría deseaba con ardor, desembocar en la misma reunión de lágrimas, chismes, y vestidos alquilados para la ocasión. La mujer que amaba decir no, llegó radiante a su primer día de trabajo, casi recién salida de la ducha. El cabello húmedo le caía como una lluvia sobre sus hombros bronceados, dejando a más de uno con la lengua desenrollada sobre el escritorio. Un vestido solar se le derramaba por todo el cuerpo, y unos tacones blancos le empinaban los pies, trazando una línea muscular desde sus piernas hasta surcar por completo sus prominentes muslos. Al entrar por primera vez a las instalaciones de la empresa, dijo buenos días, y fueron las primeras y últimas palabras positivas que arrojaron sus labios en aquél gris puesto de trabajo, que más bien parecía una jaula de puertas abiertas. Su vista recorrió el lugar, se detuvo en la ventana de la oficina, y dedujo que era tan pequeña, que cuando las palomas de la iglesia estuviesen de vacaciones por allí, taparían casi toda la vista que había del parque y los alrededores, haciendo ver al lugar como una especie de área cincuenta y uno, siniestra y sombría. Un teléfono rojo, decoraba y daba relieve a un escritorio de madera blanca, sobre el que la mujer que amaba decir no, ponía su cartera, su lápiz de labios y los papeles con historias rebuscadas para entretener al suicida en potencia. De la silla, no hay mucho que decir, solo que era alta como una jirafa de cuero reluciente.

Primera llamada. El teléfono sonó como una ambulancia y ella salió corriendo desde el espejo hasta la silla, contestó. Del otro lado estaba su madre, corrió con suerte. Suspiró y hablaron de traiciones. Segunda llamada. Corre como una liebre desde la ventana hasta el teléfono, contesta y del otro lado se encuentra una voz joven y delgada, pero brutalmente desesperada, de una mujercita que no tendría  todavía la mayoría de edad: "Ayúdame, me acabo de rebanar un dedo con un cortauñas. Ya no quiero vivir más. Ya estoy cansada de estar cansada". La mujer que amaba decir no, le dice con un tono suspicaz: "Eres mi primer cliente, y si de algo estoy segura, es que tú no te quieres morir, tú lo que quieres es que alguien te compre un esmalte tan bonito como el que yo me estoy poniendo ahora mismo". La mujercita cortó el llanto de un golpe. Y con la voz ya repuesta después de un jadeo de garganta, le dijo: "Está usted loca, cómo cree que me voy a poner un esmalte, faltándome ahora un dedo. Sería horrible y de total mal gusto. Todo lo que quiero es morirme y que mi madre (vuelve al llanto) lance mis cenizas al mar, ahora me cortaré una mano". La mujer que amaba decir no, le dice morada de la risa: "Pero es que es imposible cortarse uno un dedo con un cortauñas, y si lo hubieras hecho, no hubieras parado de llorar, ahora ve y cómpralo, se llama Narva-Es, una marca excelsa. Ademas te demorarías siglos cortando una mano con un cortauñas". La mujer cuelga y vuelve a la ventana a seguir con su pintura de uñas, sus dedos largos, su esmalte y su vista interferida por una paloma. Suena el teléfono, corre a la velocidad de Usain Bolt y contesta. Del otro lado zumba una voz que se le hace familiar y le pregunta: "¿Cómo dices que se llama el esmalte?". Lo repite alzando los ojos al techo y cuelga el teléfono con un gesto de indignación.

La mujer que amaba decir no, intenta regresar a la ventanita, para espantar a la maldita paloma de una buena vez. Pero de repente e imprevisto, tocan tres veces la puerta; uno, dos, tres, golpes secos y separados por el mismo rango de silencio. La mujer que amaba mucho el no, dice: "¿Si, quién es?". La vieja Inés, se oye que contesta una voz juguetona e inmadura. Es su jefe, sin dudas. La mujer que amaba decir no, articula en sus cuerdas vocales una canción de Andrés Calamaro, cuando éste fumaba marihuana con Los Rodriguez: "Estás mojado, ya no te quiero". Del otro lado se escuchan risas y la frase: "Esa del cortauñas estuvo buena, toda la sala de finanzas se rió". Continua explicando entusiasmado: "Ahora los publicistas planean sacar una campaña contra el suicidio que diga que, cada que alguien se corta la uña del dedo gordo del pie, una persona pone fin a su vida. A éste paso te ascenderemos a atender la línea de madres que se arrepienten de ser madres". Se desvanecen unos pasos en la lejanía, mientras la mujer que amaba decir no, sonríe amplia y solidariamente frente al espejo. Mueve de arriba abajo la cabeza. Es un sí de nostalgia y compromiso. Ha encontrado el trabajo perfecto, evitar que la gente ponga fin a su vida, recalcándoles lo estúpidos que son.

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