sábado, 18 de febrero de 2017

Avión con rumbo a Paris



Estábamos sentados en una enorme sala de espera, justamente en la tercera línea de sillas azules, sala en donde, ya la gran mayoría de sillas estaban vacías; adelante quedaban unas pocas personas que también iban abandonando las sillas, mientras otras conversaban entre sí, leían revistas o veían en la televisión, anuncios económicos y comerciales pagos. Atrás el fin del mundo ya había ocurrido, no quedaba nadie. El enorme reloj digital del aeropuerto, anunciaba que tan solo en siete minutos, nuestro avión se conectaría al puente, para recibir 150 almas y llevarlas a Europa. La nieve de Canadá, caía por los vitrales enormes que rodeaban la sala de espera, como espejos transparentes y sin fondo. Y, faltando dos minutos imaginábamos cómo sería París, de nuestra mente se levantaba la idea fija y maravillosa de conocer todos sus museos. La voz de una mujer salió de repente de los parlantes que estaban pegados en todas las esquinas de la sala y nos hizo despertar del letargo que producía ver chocar la nieve contra los vidrios: "Pasajeros del vuelo 901, favor tomar el puente número 18, con destino a París". Lo repitió tres veces y a la tercera, se lograba intuir una súplica. Sin quererlo nos estaba suplicando morir.



Sofía y yo, nos pusimos de pie, como resucitando de una muerte jamás anunciada. Ella se estiró como si quisiera romperse todos los huesos y yo me ordené un poco la chaqueta, que según me lo indicó ella, estaba completamente arrugada en la espalda, por culpa de las sillas azules, que ya estaban cansadas de soportar mi peso. Le dije que en unos años, así estaría mi rostro. Cerró los ojos y sus pestañas brillaron, una leve sonrisa se intentó dibujar en sus labios. La besé. Dejamos las revistas y tomamos nuestras maletas. Yo también tomé la más grande de Sofía, en la que había guardado su maquillaje y su ropa interior. Le pregunté si llevaba piedras ahí. Arrugó las cejas y omitió la frase. Sonreí y me di vuelta para ver por última vez, la sala de espera en la que habíamos esperado nuestra muerte seis horas o más. Ya no le quedaba nadie. El purgatorio estaba vacío.



Empezamos a buscar el puente 18, como si se tratara del premio mayor de la lotería, creíamos en nuestros corazones que sería un túnel a la felicidad. Sofía, sonríe y le pregunta a un vigilante dónde queda el puente y dónde está el avión que va rumbo a París. El vigilante le indica con unas cuantas señales muy militares, y gracias a él terninamos sentados en nuestros correspondientes asientos en un avión que parecía un halcón de acero, con las alas teñidas de metales varios. Poco a poco, todos los puestos se inundaron de personas y ahora no parecía un avión de 150 personas, ahora sin exageraciones parecía un avión de 1.000 personas más el piloto y las azafatas. Cuánto movimiento y cuánto ruido. Sofía, se acerca a mi oído y despues de besarme la barba con sus labios de seda, me comenta: "¿No crees que es mucho peso?". Mientras, veo como un tipo con una enorme barriga, sube a los estantes superiores, una maleta del tamaño de un closet. Me abrocho el cinturón antes de la orden de la azafata, y le respondo: "Creo que son muchos pensamientos, para tan corto viaje". Una de las azafatas, alta y blanca, con el pelo como una cabulla, de aires quizás suecos o suizos, empieza a explicar con una voz delgadísima cómo tener un buen viaje y qué hacer en caso de que nos vayamos a morir, en caso de que el avión se caiga, en caso de que el piloto sea un estúpido, en caso de que Dios así lo quiera, todo en inglés. Termina la clase y el avión despega. El piloto, de voz joven e ilusionada, se presenta y desea buenas cosas. De alguna forma así firman ellos su trabajo. A nuestro lado, hay una pareja de ancianos que están leyendo juntos un libro no muy grueso y de pasta roja; cuando pasa la azafata para hacerles una pregunta, el anciano se retira los lentes y lo cierra un poco, y alcanzo a ver el título: "The Lost Paradise", de John Milton. Curioso me resulta, dos ancianos conociendo la ideología de Lucifer y los infiernos mientras vuelan por los cielos.




Sofía, empieza a contarme una larga historia de la primera vez que viajó en avión. Y del terrible espanto que le produjo estar suspendida en el cielo en un cofre inmenso de metal y acero, direccionado, al fin y al cabo, por un humano. Sentimos como el avión empieza a tomar lugar en el aire y de un momento a otro se queda inmóvil, como un barco entre las nubes. Vuelvo la mirada a los ancianos, y le hago notar a Sofía, que si el tiempo nos da una ventaja, así estaremos ella y yo en unos años. Posiblemente leyendo el mismo libro. Ella comenta que no se colocaría el collar de perlas que trae la octogenaria. Yo le respondo que eso lo cambiaría todo y que cambiaría el libro, por supuesto. Y al final aunque hubiera querido el collar, nunca su cuello sería decorado por esas perlas.



Después de pronunciar yo la última palabra de mi anterior frase, las 150 personas somos estrujadas como por el empujón de un enorme fantasma diabólico que quería jugar con el avión en el aire. Sofía, me abraza y yo miro de nuevo a los ancianos, están como si nada, respiran hondo, todo se vuelve instantáneo. Ellos esperaban la muerte, ya habían charlado con ella y sus cabellos llenos de hilos blancos y grises, lo comprobaban. El resto mira a todos lados como buscando huir, pero sabiendo en el fondo que no es posible. El piloto dice por el micrófono que una oveja voladora del grandor de una nube, ha sido devorada por las hélices de los motores, que por tanto tenemos que aterrizar, que había una lluvia de ovejas, que se derramaban desde las nubes más altas, se desprendían como pedazos de algodón. Sofía, abre pálida y tenmblorosa, la dura cortinilla, y de la ventanilla bañada en sus bordes, por pedazos de hielo y nieve, mira como el avión tiene tan poca altura, que se puede ver el humo de la chimenea de la casa de unos campesinos que conocimos en una fiesta pagana, cuando fuimos a dormir al bosque bajo las estrellas de octubre; las gentes eran aplastadas por millones de ovejas, era una tormenta de algodón que resultaba tierna a la vista, pero tenebrosa a la mente. Los techos se rompían y las ovejas gemían. Sofía, me mira y veo en sus ojos, los ojos de la muerte. Siento como el avión se encona hacia abajo como una flecha lanzada al azar, y los gritos se riegan por todo el interior de la nave; las madres se aferran a sus hijos, las azafatas se pegan de los tubos de la puerta del piloto y comienzan a llorar al mismo tiempo. El piloto sale de la cabina para ver por última vez un pedazo de la humanidad. Un loco dice que el hijo del hombre ha llegado en forma de ovejas y grita piedad y arrepentimiento. Miro a los ancianos y veo que están completamente dormidos. Ya están muertos por el infarto del miedo. Sofía y yo nos besamos y en mi mente veo que estamos cayendo de la torre Eiffel, caemos y Paris nos espera, caemos y no nos pueden despegar del beso, caemos y dos ovejas nos esperan ensilladas para recorrer todos los museos. Una mancha negra se riega por mi vista y poco a poco dejo de sentir sus labios, y se deforman todas las imágenes. Escucho entonces una última frase, que fue la primera que Sofía me dijo en francés: "je ne t'oublierai jamais". Morimos.



O eso creí, despierto absorto en un hospital. Tan blanco como la nada. Sábanas con aliento de suero. Y veo que estoy lleno de cables y sondas. Trato de moverme pero no puedo. Mi padre entra a la habitación, alguien le dice que guarde cuidado. Me consuela y me dice que Sofía no lo logró. No tengo lágrimas. Mi padre tiene en sus manos un libro, me lo enseña para eludir mi mente y veo que es "The Lost Paradise", de John Milton, me aterroriza pero no puedo hablar, es rojo como un maleficio. Me lee un fragmento, con la voz quebrada, al ver que unas tímidas lágrimas de cristal me cuelgan de los ojos: “Mundo en que toda vida muere, en que toda muerte vive".

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