Enfrascado en un sueño, viajé por los océanos del inconsciente. Todo el mar, estaba lleno de sangre o ésta tenía pequeñas acumulaciones de mar, todo era rojo y burbujeante. Nada podía diferenciarse bien y yo, estaba mareado. La botella se sacudía de lado a lado, impregnando mi rostro y mis manos en su vidrio, como marcas de frío que contrastaban con el fantasmal paño rojo que dejaba el "agua" de afuera. Se extendía este demonio rojo y oceánico, como un enorme y dulce abrigo, que al fin de cuentas añoraba que yo saliera de la botella para asfixiarme, con sus dementes mangas alargadas y curvas; así lo sentía yo y así era y si vuelve a ser, así será. La botella, que fue mi casa durante todo el tortuoso viaje, terminó por clavarse en la arena de una orilla glacial, después de una onda turbulenta del océano, que parecía provenir del plexo del mundo mismo, como el suspiro de un ser maligno. Empujo el corcho en una estampida que emprendo desde el fondo. Helados aires sacudían ramas secas, donde antes quizás hubieron hojas y frutos.
La isla estaba desierta y era profunda como el corazón de una viuda; como no había vegetación, toda ella era transparente y observable. El viento por su parte, llevaba en su vientre una voz que pronunciaba mi nombre, suavemente, casi en silencio, casi sin escucharse nada. Mi corazón levantaba los oídos y se frotaba los ojos, girando de lado a lado. Temiendo morir de viejo en un manicomio. Y al fin, al tercer llamado y al tercer intento, mi corazón logró identificar los labios responsables. Una mujer, vestida de negro absoluto, con el cabello mojado humedeciéndole los hombros, estaba absorta, al fondo de un corredor de árboles vacíos de aquella imposible isla polar, sus labios ahogados por un destino que yo desconocía, no paraban de repetir mi nombre, como si se tratara de un encantamiento, como si mi nombre fuera digno de una profecía.
Empecé a correr hacia ella, como impulsado por una fuerza íntima y potente, imaginando que la isla era la botella y la mujer el corcho. Quizás así saldría de toda esa pesadilla. Mis pies, parecían convertirse poco a poco, en alas. Logré estar frente a ella y vi que en la cintura de su vestido, tenía ceñido un puñal. Con mi rostro gravado en el acero. Una gota de sangre que nunca caía colgaba del filo. Sus ojos, estaban sellados por el frío y sus talones y pies morados, como si estuviera allí hace una eternidad.
El Sol fue revestido por unas nubes negras y otras grises, y todo fue sumergido en la noche, que se levantaba como un castillo de sombras. Mi mano, temblorosa, se extendió hasta su cintura, intentando desenredar el puñal. La mujer abre los ojos y yo salto hacia atrás; caigo de rodillas y ella se eleva tres metros sobre el suelo. Sus ojos son como dos perlas de fuego. Dice que toda la sangre que derramamos, física o no, ha de regresar en forma de sueño para reclamarnos. La isla se tuerce y sus árboles se cubren de incendios. El mar, rojo de sangre, se levanta hasta tocar los cielos y cae con las nubes sobre mí, embulliéndome en la mezcla, los relámpagos azules me revolvían, y mientras me ahogaba, desperté. Cuántas heridas y cuántas islas más me esperan. Cuánta sangre y cuántas mujeres inmóviles han de arrebatarme a mí mismo de mis sueños. Pero despertaré.