viernes, 28 de abril de 2017

Los días y los años

Uno solo recuerda las cosas que se merece. Nada que no nos haya pertenecido, se mantiene en nuestra memoria, las emociones que verdaderamente han sido nuestras van y regresan en una bellísima travesía de tiempo y distancia. La memoria es una gran galería de fotografías inmortales, y a menudo, en las noches, hacemos paseos solitarios por esa bóveda de luces rojas y vemos colgadas en los alambres, las imágenes reveladas y omnipresentes, todavía goteando agua: ¿Hace cuánto fue eso?, nos preguntamos. Miramos el reloj y tantas respuestas nos parecen inconcebibles.

La prisión de la verdad




Fotografía: Haward Haux

                            



No hay nada que hacer. Todo está escrito o dicho y toda esta horrible danza de sufrimientos tendrán que repetirse, y posiblemente sufriremos más, en cada tenebrosa repetición. Por mi parte estoy seguro que seré un mejor bailarín, de momento lo único que hago es pisotear los largos y huesudos dedos de la muerte, fracturarla, y ella se lleva a otros, hasta que yo logre finalizar el baile decentemente; la he defraudado con la constancia de un aprendiz torpe, que no se graba los textos, que todas las hojas las entrega en blanco y que nunca toma apuntes, porque en el fondo ninguna lección le interesa, porque en el fondo toda enseñanza le parece excesivamente distante y fundamentalmente inútil. He intentado ser otro, pero al final me doy cuenta que solamente me he acercado a mí mismo, a una velocidad pavorosa, en donde no puedo distinguir nada por culpa del vértigo, y solamente tiendo a dejarme llevar por el sonido de la lluvia, que es mi única verdad, mi única salida. Al verme en el espejo, directamente a los ojos, no logro comprenderme nunca, mi yo ahora se disfraza de nosotros siempre, y en esos mismos ojos ya no veo a nadie, ya no veo nada. Todo se ha girado, hasta yo mismo me he dado la espalda queriendo ver algo en otra parte, buscado algo que no me recuerde a mí mismo, pero me ha resultado imposible, supongo que es una ciencia mayor, que me supera, como todo, como casi todo. No respiro por la nariz, mi oxigeno ya posee otras características, mis pulmones se han imaginado otras necesidades y se han creado otras circunstancias; ya no siento con el corazón y ya no pienso con el cerebro, mis emociones y mi intelecto se han transmutado en algo que no puede estudiarse, ni mucho menos medirse. Nada es lo que debería y lo que debería no es lo que es. Todos mis órganos se han envenenado a sí mismos, antes de ser parte de un tétrico plan artístico que he tratado de elaborar matemáticamente desde la infancia; han creado una resistencia y han decidido no servir a mi causa. Soy un mimo del apocalípsis y ninguna moneda puede pagar mi acto, pego caritas tristes sobre las solapas de quienes pasan de largo, intentando olvidarme, intentando olvidarse de sí mismos. Han desertado el auditorio de mi alma y no encuentro las palabras adecuadas para explicarle el motivo concreto, de que la hayan dejado hablando sola, con camisa de fuerza. Así que junto a ella me he convertido en un asiduo huésped del silencio, en un inquilino jubiloso de la melancolía. He chantajeado a los ángeles y me han retirado a vivir a una nube que siempre está buscando nuevas tormentas que patrocinar; únicamente tengo el trabajo denigrante de encender las luces, una y otra vez, encender las luces, cada que una palabra de odio me da un coscorrón en la frente. No me gusta la música porque me recuerda que soy un instante. No me gusta el cine porque amo demasiado las imágenes inmóviles. Y explico todo para que me entiendan menos. Bebo agua y creo que estoy mordiendo vidrios de espejos, que tienen la función de combinarse con mi sangre y reflejar el poco efecto que tenemos sobre el proceso del universo. Miro al cielo y no encuentro la blanca luna, estoy perdido. Efectivamente tengo que convertirme en un desierto infinito, en un gran reloj de arena que nunca se agrupa completamente en un lado del cristal u otro, ambos me resultan incómodos y demasiado concretos. Soy también la gota que nunca se derrama, que está al borde, perdida, que al fin de cuentas no existe, pero he ahí que alguien se pregunta en la soledad de su habitación: ¿Y si existiera?. Qué castigo sería estar colgado por siempre del borde del mismo techo. Desearía entonces poder ser la gota que cuelgue del techo de la casa del lado, pero mi destino es caer sobre aquella exacta hoja, de la cual todas las lluvias se han olvidado durante meses, porque apenas y está asomando con mucha timidez y sin fuerzas, tan delgada y raquítica es aún su fé. Debo nutrir sus raíces, engalanarla con mi frío y hacer que su color cobre una nueva intensidad, engendrar en ella un deseo sublime, una idea utópica, un trance místico; darle las energías imposibles para que quiera convertirse en un árbol, un inmenso árbol cuyas ramas quieran hacerle nido a las estrellas, cuya raíz se amarre al corazón mismo de la tierra y le produzca un infarto de alegría, y estallen glóbulos de violetas y acacias por todos lados. Y los frutos de este árbol tendrán entonces el sello de mi nostalgia. Los viajeros se sentarán a devorarse mi tristeza y sentirán más sed todavía, no permitiré que masacren mi obra con sus asquerosos dientes, no permitiré que me trituren por el ego de su deseo, encarnado en sus muelas. Solo podrán contemplar las esferas naranjas, rojas y amarillas, que adornan los nudos de mis ramas, verán que que cada una tiene grabado dentro de sí el mapa del cosmos, el cronograma de toda la creación y que ya se acerca la última hora. Pero no se alimentarán de ellas, no, nunca, nadie. Solo aceptaré la contemplación. Todos los gusanos se irán del bosque, los haré partir, a ellos y a los pájaros, así serán por primera vez amigos. Y a la poca gente que vive aquí, también la desplazaré a otro lugar lejano, la tierra se tragará las casas, y también desertarán las ardillas, los lobos, los roedores que intentaban abrirse un espacio entre las sombras, se irán, todos con todos, y empezaremos a jugar el silencio mi alma y yo, como debía ser desde un principio. El día no volverá a tener necesidad alguna de pasearse por mi firmamento, la noche ocupará su espacio, siempre la noche y siempre las estrellas. Las raíces crearán una red gruesa de comunicación selvática y genética, al interior del bosque, que ahora soy yo, gracias a esa simple hoja, humilde, que siempre esperó por mí y para mí. Iré apoderándome poco a poco de la montaña, recordando su paciencia, y el oxígeno de mis bosques se filtrará en sus ríos, y poco a poco, lentamente, mi soledad hará su expansión sublime tomándose para sí una sucesión de montañas y cadenas de bosques: La Cordillera de la Soledad, así será su bautizo. Ya nadie podrá intentar trepar mis cumbres, me encargaré de invocar largas temporadas de invierno, solamente construirán miserables campamentos al borde de mis precipicios, y constantemente serán arrasados por terribles corrientes de tierra y agua, la electricidad y la lluvia crearán un escudo sagrado. En el aire mi voz le dirá a los pocos que me escuchen, que nadie puede ingresar en la prisión de la verdad, más que su hacedor, que es el único cierto. Y que no es cierto, que no es verdad, que la soledad definitivamente no puede compartirse. Que la locura es la residencia de los sabios. Que nadie es realmente nada, y que todas las verdades son ciertas porque son distintas.





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