Fotografía: Ellen Rickman
Mi memoria regresó fragmentada a
mi mente, perforando el tejido del presente; las heladas olas que creí diluidas
en el inmenso mar del olvido, marcaron su llegada. La botella no contenía una
nota, contenía una fotografía resueltamente inmóvil, un antiguo mensaje cifrado
en una fugaz captura. El parque principal de La Ceja, se exhibía de nuevo
imperial ante mis ojos, matizado por el blanco y el negro, insinuando su valor
sagrado. Las escenas allí vividas no dieron esperas de ningún tipo. La tibieza
de un arroz con leche, sobre un desgastado balcón de madera, renovaba mi débil esperanza;
terribles revelaciones se exponían a la luz de la inefable grandeza de su cielo,
que azul parece envolver al mundo entero. No pude evitar hurgar a profundidad
un territorio en donde, la luna, siempre parece ser la radiante protagonista, deslumbrando a todos los espíritus.
Vagando por sus amplias calles me topaba con mares de rostros, la gran mayoría
perdidos en las arenas movedizas de la rutina, la marca del insomnio yacía bajo
sus ojos; otros, un tanto superiores, arrastraban sobre sí la sinceridad de una
sonrisa luminosa. Un ajedrez de bicicletas por donde quiera que iba, se robaba mi
atención, todas y todos recorriendo el magnífico tablero del Tambo; colores y extrañas
músicas lejanas, un paradisiaco abanico de posibilidades, que se tiende a los
pies de los forasteros, me hizo comprender que todos allí hacíamos parte del
mismo ritual plateado. Me interné en un desamparado bar diminuto, libros y vinos añejos
me ayudaron a concretizar el pulso, el dueño fumaba y perdía su mirada por una ventana sin vidrios, quizás mirando al astro de queso. La temperatura era la correcta, y todas las
estrellas se ordenaron como señalizando la verdad absoluta: La Ceja, tierra
hija de la luna. Amarilla, blanca e inmaculada, azul y vaporosa, grande al final
o secreta entre las nubes violetas de la noche, alimentando la esencia que destila el pueblo, un tesoro
lunar en todo el sentido de la palabra. Hondos horizontes trazan su cobertura,
mareados luceros guían a los enamorados, luciérnagas radiantes exploran los
extensos pastizales verdes, que invocan una esperanza final, misteriosa, que florece
hasta para los ciegos de nacimiento. Las puertas que componen su infraestructura parecen
conducir a una eternidad sin límites, las montañas cobijando al pueblo, de día
verdes como el limón y de noche negras cual azabache, roban de por vida las almas
y los corazones de los visitantes. Cualquier persona que quiera conocer Antioquia, tiene por
obligación que agregar a su itinerario, una pausada visita a este hermoso
lugar, donde las lentas tardes se consumen entre conversaciones y cafés, y las
largas y frías noches son acompañadas por el licor que brota del disco
periférico de la luna. Y si va, y le es posible a usted perderse, muchísimo
mejor, la luna con toda seguridad, oficiará como brújula de su destino.