miércoles, 4 de octubre de 2017

Sofía, la errante

Fotografía: Isabel Cornish



Todavía se despierta en las noches más inoportunas, y ningún camino le parece el adecuado. Deambula buscando el precipicio más alto, pero recuerda que al fin y al cabo un ángel se atravesará como un relámpago para salvarla; aunque una vez entre tequilas y el perfecto acento que brinda la ebriedad justificada, me dijo que los ángeles no eran de su agrado, pues le parecían seres excesivamente bellos, y sus gustos se inclinaban a lo roto y al defecto, y que precisamente por eso estaba bebiendo conmigo. Eso sí, siempre fue sincera, como la rosa negra en la que sobresalen evidentes las espinas, sin engañar nunca a nadie, así que quien se cortó fue porque así lo quiso. Todavía el frío adquiere para ella la consistencia de la compañía, se le ve caminando bajo las más terribles lluvias, y así cree poder espantar a la soledad por un rato, aunque sabe muy bien que la misma es otro tipo de compañía, que solo la sabiduría entiende. La oscuridad siempre ha ejercido el papel protagónico en su vida; quien la ve pasar le confunde con una sombra que se evapora al instante, en los gajes nocturnos de la imaginación desbordada. Siempre está al ritmo del insomnio, constante y letal bajo la luna, y en raras ocasiones se le ve de día. Es notorio topársela en la tragedia de la luz, su figura bajo el sol emite un chirrido que entumece los tímpanos, y paralelamente se produce una decoloración instantánea, que tuerce la vista; sus ojeras y palidez hablan por sí mismas e hipnotizan despiadadamente. En efécto de la luz, por lo menos ella, nunca va a poder decir nada bueno, aunque en un octubre de melancolía rápida, me dijo a mí y a otros, la palabra adecuada para capturarla, pero bien sabe ella que la luz es demasiado rápida y que los fotones aman la libertad como las aves, aman circular por el espacio sin ataduras, y para ella el encierro todavía era un manjar excesivamente apetitoso. También está constantemente en descenso, husmeando infiernos ajenos y recuperando fotografías perdidas, como si así pudiera hacerle un favor al mundo, mostrándole sus desvaloradas ruinas. El humo que produce la combustión de su alma al contacto con su espíritu, forma fantasmas que extienden hacia ella unas glaciales manos que se evaporan,  así que procede con rigor a perder cada abrazo, y ese hecho aprisionó por completo su confianza. Casi nunca recuerda nada y en la lluvia encuentra la única memoria, porque  cada gota le pronuncia una palabra distinta, y cada palabra significó en el pasado una persona concreta. Se incomoda hasta los huesos cada vez que sueña con su propia sonrisa; en ninguna calle siente que encaja o que va  en la dirección correcta;  por ahí va, siempre errante, depositando esperanzas falsas en bolsillos que están rotos o vacíos. Enciende el último cigarrillo de la noche, y suena la letra de una canción que con anterioridad consideró olvidada, su cerebro es aturdido por el humo y, el volumen de la música ingresa en su sangre con la velocidad de una droga,  comienza a caminar entre nubes de nicotina y está a punto de desatarse una tormenta en sus ojos. Huye, siempre huye, prefiere las escapatorias temerarias, y gira en círculos que en el futuro se materializarán en vacíos inesperados por los que caerá en sus sueños,  termina siempre en el fondo del mismo bar oscuro, puntualmente, y es allí en donde siente calma y, puede disfrazarse de estrella danzante o lucero. Pasan las horas y al fin, en la brevedad de un segundo, tiene el coraje de fingir el sueño. Llega bañada en licor y enjaulada por anillos de humo, y como un meteorito aterriza en su cama, produciendo un espasmo pesadillezco que la paraliza completamente hasta al otro día. Nunca nadie podrá descifrarle, en ella ninguna respuesta es segura, y jamás un sí o un no son del todo correctos; el filo de sus palabras y sus besos, siempre causa heridas profundas y maleables, allí el eco de su voz siempre asoma como un quejido. Ni siquiera la muerte ha podido enamorarse completamente de sus desaciertos, y ésta que tanto sabemos que ama el fallo y el infortunio. Sin embargo, es fiel conocedora del riesgo que habita en su desequilibrio y ha preferido ignorarla. Inocente fue Hades, al intentar darle un nombre, porque cinco letras no bastaron para comprimir su tristeza por completo: Sofía. Vive sola, porque son muchos los dolores que le hacen compañía. Aprendió a leer con los oídos la música del sufrimiento. Y a pesar de que en las sombras encuentra su guarida, a la misma hora, vista en el mismo reloj de pulso que se le enreda en la muñeca izquierda, toma su ducha, enciende cada vela como si así pudiera engendrar otra alma y a cada una le pide con devoción irse a vivir a una galaxia distinta. Ama tanto los castillos en el aire que ha entregado su rumbo al viento y su destino está ligado a la ensoñación absoluta del invisible mundo que coexiste en cada partícula de oxígeno. Lo peor de toda esta remembranza de opacidades, es que nunca nadie podrá olvidarle, su perfume resucita todas las heridas y sacude con bravura todos los recuerdos. Las nostalgias se abren como nuevas yagas a su paso, como si estuviera pasando la alteza, una entidad suprema y divina, materializada en puro y perpetuo dolor sin censura. Sofía, una lágrima es suficiente para traducirte, lo demás es literatura. 

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