domingo, 5 de febrero de 2017

Nuevo código de ética, será

Ayer, en horas de la noche, me picó el intrigante pero casi siempre, oportuno, bicho de la curiosidad. En base a la vista de un vídeo en donde mi alma se asqueó al punto de escribir al respecto. Se trataba de una jovencita de un colegio, defendiendo con todo lo que tenía: gritos, sollozos, sus manos y sus dos piernas, la carreta de aguacates de su papá. El hombre era reducido por un puñado de policías. Mientras la jovencita gritaba casi hasta romperse la garganta, que alguien ayudara a su papá, por favor. Tiraron la carreta al suelo y los aguacates rodaron por toda la calle, la mayoría se echaron a perder embarrándose en el cemento. Otro puñado de hombres, ciudadanos comunes pero valientes, defendía el humilde pero digno trabajo del hombre. Propinando insultos de reencor y asco a los policías. Cosa que no sirvió de mucho, pues lo subieron a un camión como un perro sin dueño, dejando a su hija bañada en llanto defendiendo lo que quizás, para su padre y ella, era una pequeña fábrica de deseos, que gracias a dos llantas viejas y unas cuantas tablas, seguramente permitía que la jovencita comprara el uniforme que tenía puesto. No hay que generalizar, pero si de este tipo de actos de carácter inhumano, se trata el popular y criticado y mal llamado Nuevo Código Nacional de Policía, creo que antes habría de haberse creado, para estos energúmenos, un correspondiente Nuevo Código Nacional de Ética.

PD: El vídeo ronda por la red, pero me resulta tan degradante y repulsivo, que no deseo tenerlo que ver por segunda vez. 

Sofía y la sangre (2)

Sofía, estaba de nuevo, fotocopiada en una mañana soleada, bajo la sombra de un manzano, que estaba plantado a la orilla de un paseo de cafés y panaderías, que desprendían un olor a tinto, cigarrillo, conversaciones grises y dudas, desde hace doce años. El olor a pan caliente, ya casi nunca encontraba lugar en ninguna nariz, o tal vez lo encontraba en todas las narices del pueblo, menos en la de nariz de Sofía. Frente a ella, estaba sentado el viejo inmóvil, eterno del pueblo, que parecía leer siempre el mismo periódico, en el mismo banco de madera, dividido por un agujero de humedad, en donde se acomodaba el mismo viejo gato, que parecía estarse rascando las mismas viejas garrapatas, lo mismo de gordas de sangre de antaño. Sin embargo, algo en el aire, un elemento indivisible e imperceptible, penetraba la conciencia de Sofía. Una novedad se había infiltrado en las escenas de piedra que sus ojos observaban todos los días. Se trataba de otro gato, que en la disyuntiva gravedad de la monotonía se había acomodado en un rincón, como una mancha de carbón, con los ojos abiertos como dos portales absolutos. Atento al escudriño ventajoso de los ojos verdes de Sofía, similares y casi gemelos a los suyos. De no ser, porque en Sofía había el triple de dolor inyectado en las rétinas palpitantes.

Al notar los dos mutuamente, en un sincronizado asombro, que las fibras de la realidad se habían roto, que éstas, no habían soportado el peso del viejo, el banco agujereado, el gato y sus garrapatas y un nuevo gato desconocido; el gato intruso y sobrante, salió como la bala de un cañón, quizás corriendo a una realidad alternativa, o a la realidad que pertenecía, o a los sueños del viejo inmóvil que lo habían arrojado con el tiempo en el camino. Y tal vez quizás, al pelaje de un gato sucio, para terminar convertiéndose en garrapata y tratar de burlar por un tiempo más a Sofía y al destino.

El gato, no alcanzó la velocidad necesaria y Sofía, que había abandonado el miedo en el manzano, se lanzó con todas sus fuerzas sobre el gato, como siendo otro felino, y lo agarró con sus manos fuertemente, ajustándolo contra su pecho. El gato, negro como una sombrilla de época, sacó las uñas como navajas recién afiladas y Sofía, sintió como se clavaban en su piel atravesando con facilidad el tejido delgado de su camisón nevado. Con enojo y desespero, lanza al gato por los aires y se mira unas pequeñas manchitas de sangre, calientes y húmedas que sobresalían, en la blanca pijama de la cual Sofía, tenía una distinta pero idéntica para los siete días de la semana, ahora solo tenía seis. La sangre no se borra. Cuando se percató de que no era nada grave, miró por todos los lados del suelo, tratando de ubicar al gato. Al no encontrarlo, una duda en el aire le estiró los cabellos y vio asombrada y atónita, como el gato había estado esos últimos instantes flotando en el aire, gracias a dos alas, al parecer de murciélago, que le habían brotado del descarnado cuerpo, como dos pétalos de amapola, a la vista, sumamente delgadas y frágiles. Se sostenía así el gato suspendido entre el uniforme azul del cielo y el rostro perplejo de Sofía. Una voz en la lejanía, que provenía de la garganta de su padre, se deslizó por sus oídos: "¡Sofía, no me digas que se te perdió otro ángel de la guarda!". Sus padres le habían comprado tres, supuestamente contenidos en tres estatuillas de acero compradas en un paseo católico de una calle italiana.


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