Fotografía: Loren Hiz
He salido a deambular bajo la lluvia,
decidí ser el verdadero prójimo de mi soledad. Mi única brújula son las
centellas azules que estallan con furor, tras las nubes y arriba de las
vigorosas montañas que cercan a los pueblos. No tengo ritmo, tiemblo y bailo al
mismo tiempo, miro mi reloj de pulso y el agua ha destruido sus engranajes, el
frío ha empañado su pantalla, y en el humo que se adhiere al vidrio, veo
formarse de la nada el signo terrible de una calavera; parece mover su
mandíbula y recitar poemas difusos, no cantan, solo aturden. Estoy navegando en
los confines del tiempo, charlando sin pausas con el pasado, dándole una rápida
bofetada al futuro. Las contradicciones entablan una amistad duradera. He salido a deambular
bajo la lluvia, sin seguridades, con la esperanza de derretirme e integrarme al eco que vaga en la neblina, o mutarme y degradarme en el color celofán de un sueño abstracto e irrealizable. Veo las cortinas sellando las ventanas, las plantas reorganizando
sus pieles y sus raíces, pronuncian el nombre de algún Dios olvidado o desconocido. Sombrillas que protegen siluetas a lo lejos, fumando cigarros flotantes, chispeando dolor entre
las sombras de los caseríos; proyectando figuras en el vacío aire del silencio.
Veo las aves con las alas rotas y humedecidas, la sangre y el agua se
comunican. Las veo
acurrucándose bajo la valentía de las estatuas, solo ellas comprenden ese
lenguaje efímero del silencio y la quietud. Secretean las historias que los
niños les confiaron con burbujas y los ancianos con puñados de maíz y arroz, ya
vigilan la próxima rama en la que florecerá su reposo. Todas miran cómo su
alimento desencarna del mundo y se pierde en el transcurso de la tormenta. La
noche late como un corazón que bombea tinieblas y envuelve al mundo. En medio del agua
veo esencias que se forman y desaparecen, pensamientos elásticos que intentan
cobrar forma, la realidad se resiste. Y me es inevitable empezar a recordar los
libros que he leído, uno de ellos insinuaba que la lluvia eran nuestros ayeres
entristecidos por el método del olvido. Y que a través de la lluvia intentaban
forjar un puente, que miráramos la bóveda celeste y descifráramos sus jeroglíficos, ya sea en el violáceo que tiñe el firmamamento en las noches, o el azul oscuro de un cotidiano día.