domingo, 23 de abril de 2017

La terminal de los deseos

Es una isla de buses, que está rodeada por varias orillas de plazas de licor y pequeños chuzos, paradisíacos para los mecateros intrínsecos del oficio. Cada bus parece tener un nombre propio, todas estas máquinas parecen tener un rostro configurado entre las dos farolas principales, diferentes expresiones que les brinda el parachoques. Y algo aún más importante les diferencia, tienen un destino distinto y variable; no es lo mismo ir a Medellín por Santa Elena (tortuoso recorrido), que irse por la infatigable autopista, la última opción es por decirlo de alguna manera, más ejecutiva y fresca, aunque haya que penar casi el mismo tiempo, es definitivamente la más comercial. De las flotas parecen bajarse sueños y no personas, a simple vista se huele que todos desean algo; un hombre aprieta contra su pecho a una mujer congestionada por el trabajo o por la vida, aunque las dos cosas con el tiempo, se nos hacen a todos una única y misma cosa terrible. El hombre del pañuelo rojo levanta el susodicho ante un sol que está irradiando fuego y señala un punto de parqueo, cualquiera diría que está matando moscas. Otro tipo descarga su maletín en el piso y pregunta a qué hora saldrá el último bus, se nota que solo quiere llegar a dormir y deshacerse de su corbata. 

La tarde roja, sigue derritiendo la isla de flotas, e incendiando las conciencias de los pasajeros, tanto los que están dentro de los buses, como los que están afuera esperando lo que en ese momento es semejante al cielo. La tarde, parece tener la misión perpetua de ir calentando las frentes brillantes de grasa de los conductores, hasta producirles su característico mal genio; uno de ellos rompe el esquema que expongo, saca un cigarro y hace un chiste, indicando que lo colocará en sus labios y se prenderá solo. Nadie se ríe, solamente uno de ellos levantó las cejas canosas, desaprobando el humilde intento de su compañero por provocar un instante de felicidad legítima; esta sociedad solamente desea las lágrimas y está dedicada a las múltiples profesiones de la tristeza. 
Una mujer rescata la escena, mi alma susurra un gracias a Dios. Con el cabello lleno de girasoles enredados en caminitos de trenzas, se sienta junto al destino a hablar por su teléfono celular, y se queda ahí un tiempo, bajo la sombra escasa de una sombrilla de un puestico de chicles y dulces. La conversación debe ser muy graciosa, tiene una sonrisa amplia e imborrable dibujada en su rostro, todos los conductores comentan las facciones y cosas que les gustan de aquél angelito enjaulado en un lugar tan inapropiado. 

Se retira uno de los girasoles y empieza a jugar con una hebra de cabello, que más bien parece un hilo de oro, mientras a todos se nos termina de hacer agua la boca. Me distraigo un momento para ver un gato perseguir una rata y la mujer desaparece como si se hubiera tratado siempre de un fantasma. Vuelvo la vista al gato y ya de sus colmillos cuelga una cola. Un imán me mueve los ojos, y veo que la mujer ha vuelto con la velocidad de un recuerdo, a pasear su silueta en frente mío y demostrarme que su ruta no ha llegado. Se burla de lo que estoy escribiendo, inocentemente, mientras más de uno abre la boca hasta tocar el suelo. Parecía estar rascándose la mano, pero detallo que está contando monedas. Mira los precios del tablero casi podrido que cuelga de las tiendas. Su mirada se cruza con la mía y ha elegido la tienda en la que estoy sentado, en vez de irse a otra; amagó y noté su timidez por elegir la que yo había seleccionado, supongo que lo hizo porque era el único lugar donde la sombra de las nubes se quedaba más tiempo. No sé qué cosa compró pues en ese momento le estaba dando la espalda; salió como un pájaro del agua nauseabunda del estanque de licores y chucherías, abriendo un paquete de colores chillones y casi corrosivos a la vista. Ahora si se ha ido y es para siempre. 

El lugar vuelve a bajarnos a todos el ánimo, busetas que van y vienen como olas de ruido y aceite, que se desintegran con los tumultos de gente acobardada por los horarios. Alguien aparece de la nada y pide buñuelos, tiene las manos negras y debe ser un mecánico. La mesera informa con curiosidad que solamente le queda uno. Se va sin nada porque uno no le bastaba, también está poseído como muchos por la gula y la ambición.

La mesera y yo comentamos que en caso de comérselo necesitaba una buena capa de servilletas, ninguno de los dos sonríe, es una opinión muy seria e importante, se trata de un buñuelo y no de cualquier otra cosa. Cuánto ruido hacen las conversaciones y los llamados de los rebuscadores: ¡Sale para Medellín!... Qué hostigante circo de vividores y cambalacheros. Decido largarme a cualquier lugar lejos de aquí, solamente parece estar creado para producir estrés, levantar polvo y verle las malas caras a todos los que están en desacuerdo con ellos mismos. Le daré una buena propina a la mesera por haber soportado un cliente tan malo y desagradecido. Siempre doy propina en los sitios a los cuales nunca jamás volveré.



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